viernes, 29 de mayo de 2015

El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra:



“Los colombianos arrasaron con todo. No dejaron nada”.

Vergüenza. Esto es lo que debe producir esta película como efecto en los espectadores colombianos que la ven. Ningún “colombiano” aparece en ella y en la única escena en la que hay algún signo de su presencia es a través de las balas que sacan huyendo, despavoridos, a los indígenas de un asentamiento. Los peruanos los han masacrado y los brasileros han llegado para fundar sectas religiosas que convierten a los indígenas “en lo peor de ambos mundos”.

En otra de las escenas, dos indígenas corren y un soldado les pregunta si son colombianos. Uno de ellos no responde; el otro dice “no sé”. Los colombianos convirtieron a muchos indígenas en fantasmas o en seres mutilados; todo por la fiebre del caucho (hace un siglo), por la displicencia de quienes habitan este país (este territorio que llamamos nación) frente a sus recursos naturales y humanos, y que en nada se diferencia de la situación actual con los estragos dejados por la minería.

Ni los colombianos, ni los brasileros, ni los peruanos entienden la selva amazónica como propia, ninguno de ellos (de nosotros) la ha cuidado, realmente, y esta negligencia ha hecho que hoy sea imposible conocer y reconocer a esos muchos que la habitaron y de quienes hoy no queda ningún rastro de sus “canciones”, de su palabras, de sus conocimientos. Quizá sea esto lo que llevó a los guionistas a construir una historia basada en la relación entre indígenas y hombres “blancos”, pero extranjeros: un alemán y un estadounidense. Han sido ellos, más que sus “hermanos”, quienes se han interesado por conocer el universo indígena del Amazonas, por aprender su lengua y por darlo a conocer fuera de aquí.

Este es, pues, el eje de la ficción narrativa de El abrazo de la serpiente: dos historias separadas por un lapso de algo más de veinte años, unidas por un libro escrito por un alemán que jamás regresó de la selva (imposible no pensar en José Eustasio Rivera), por la búsqueda de una planta que cure el cuerpo y, sobre todo, el alma, y por la necesidad de que indígenas y “blancos” se reconozcan y aprendan del otro, sobre todo, el “blanco” del indígena. Y aquí viene lo más complejo de recibir de esta película: ante la banalización recurrente del discurso ecológico, del conocimiento intuitivo, de una economía pre o anticapitalista, no es fácil asumir la significancia de aquello que se le muestra al espectador. Dos personas, a la salida de la película comentan: “Allá en Francia les debe haber gustado más”, como si solo esa realidad indígena, selvática, fuera “atractiva” para un extranjero, como si para los colombianos fuera tan “natural” aquello que nos están mostrando, como si ya se conociera demasiado. Lastimosamente, creo que esta será la forma mayoritaria en la que los colombianos recibirán esta película: desde el exotismo, como aquello que está bien y que es válido para una minoría, que es aceptado mientras siga permaneciendo en la selva, para que siga siendo una excepción y su exterminación una realidad a la que, simplemente, tenemos que resignarnos porque la razón capitalista no admite otras razones.

Ciro Guerra es absolutamente directo con su crítica, pero esa crítica está desprovista de toda ingenuidad y marcada por el profundo respeto por los seres con quienes trabajó (y aquí las actuaciones de los actores indígenas merecen todos los aplausos). Esa selva en blanco y negro deja, aun así, sentir su humedad, su calor, su silencio pleno de sonidos que el hombre debe aprender a escuchar.
  

Los indígenas nunca han sido colombianos, ni antes ni después de la Constitución de 1991; para ser políticamente correctos decimos que sí lo son, pero en el fondo los seguimos tratando como una excepción que se tolera, pero a la que no se la reconoce ni se la respeta. A principios del siglo XX, el gobierno colombiano dejó en manos de los capuchinos la “civilización” de los indígenas (imposible no pensar aquí en Eduardo Zalamea Borda), es decir, inauguró el siglo XX dándole continuidad a la misma actitud de los españoles y de los criollos “ilustrados”. La situación no ha cambiado mucho, pero como, al fin y al cabo, es una excepción, no hace sino confirmar la regla.

viernes, 22 de mayo de 2015

Labio de liebre, de Fabio Rubiano:



Ya no es el Teatro Colón, sino el Teatro Nacional (Fanny Mikey). Es la noche del estreno y las caras que vemos en televisión se repiten en los que hablan animadamente junto a nosotros. La función comienza media hora tarde “por una falla eléctrica” y luego del primer acto, alguien se da cuenta de que hizo falta acomodar algo de la escenografía.

Acostumbrada a ver las obras de teatro dirigidas y escritas por Rubiano como piezas sin concesiones con el espectador, lo primero que me sorprende es que esta tenga tantas. ¿Cómo hablar del conflicto armado en Colombia? ¿Cómo hablar de esta última etapa de nuestra larga guerra civil? ¿Cómo hablar de paramilitarismo en teatro? Rubiano escoge una comedia negra. El humor sarcástico dinamiza las tensiones representadas entre un paramilitar y sus víctimas: una familia campesina asesinada en su totalidad bajo sus órdenes.

No nos queremos reír, pero terminamos haciéndolo ante el humor directo de los diálogos de los campesinos, ante las tragedias mínimas y máximas de la periodista-actriz-reina y del paramilitar “desterrado” de su “paraíso” en un país de nieves eternas. Mientras veía las escenas, recordaba una obra de teatro que vi hace cuatro años: Kilele, de Varasanta, sobre la masacre de Bojayá, en el Chocó, adjudicada a la guerrilla. Kilele no hace reír, Kilele es una tragedia; los muertos en vida rondan los caminos por los que salieron huyendo y la dramaturgia se convierte en un ritual que invoca un nuevo tiempo para los hombres.

Entiendo la intención de Rubiano y del Teatro Petra. Ante una serie de obras, de informes, de exposiciones, de libros, que han enfatizado en el aspecto dramático y trágico de nuestra guerra, hacen falta otras tantas obras que muestren, a través de ese humor “azabache”, tan propio de Rubiano, que, si bien hay víctimas y responsables, ninguno de estos actores es de un color homogéneo. La hija de los campesinos está enamorada del paramilitar y vive en incesto con su padre; el paramilitar ama, a su modo, a la campesina, pero sabe que ella no hace juego con sus zapatos Ferragamo. Es la misma historia que trasmuta de personajes en el continuo de los últimos siglos en este país: colonizadores, encomenderos, gamonales, patrones, empresarios, políticos, paramilitares, guerrilleros, que siguen viendo la “tierra”, el “campo” y todo lo que hay en él como si fuera su propiedad absoluta; campesinos que defienden esa misma tierra, porque son quienes han permanecido en ella, quienes la cuidan, quienes no aspiran a más que a producir para su supervivencia, pero que, entre dos fuegos (o tres o cuatro) deben tomar decisiones.

Admiro y respeto muchísimo a Rubiano, como actor y como dramaturgo, pero sé que algo falta, algo sobra en esta pieza teatral. Los veinte últimos minutos de la obra son una reproducción del discurso del Estado y de las instituciones oficiales que han llevado a cabo los procesos de paz con los paramilitares (y así todos quedamos tranquilos). El grito final de “perdón” no tiene nada que ver con esa misma palabra pronunciada por un H.H. en el documental Impunity (2010); allí se siente real, allí puedo ver a ese paramilitar ya no solo un monstruo de guerra de ese capitalismo feroz de los empresarios, para quienes esos paramilitares fueron solo empleados que hacían el “trabajo sucio”, dentro de la defensa de intereses netamente económicos. En Labio de liebre, ese “perdón” sobra, porque es algo que no añade más sentido a esos veinte minutos anteriores.

Ahora entiendo porqué la obra ha llamado la atención de los medios de comunicación en el país y le han dado publicidad y buenas críticas (para que ahora esté también en el Teatro Nacional). Rubiano escribió y dirigió una obra para un público amplio, lo más amplio que pudo; un público que ve noticieros, que lee los titulares de prensa y lee algunos artículos de opinión o de revistas, a través de las redes sociales. Eso no está mal, porque este es un tema que atañe a todos los colombianos. Pero esta intención hace que se reduzcan los efectos estéticos y éticos de la obra. El perdón, el reconocimiento de las víctimas, la “verdad”, la “memoria” y la reconciliación se pierden entre los últimos chistes ya flojos del final y entre clichés un tanto mediáticos.


Me pongo en el lugar de Rubiano y me pregunto cómo hubiera terminado yo la obra: tengo unos actores excelentes, un argumento más que menos creativo, unos recursos escenográficos versátiles y bien empleados, una producción impecable. ¿Cómo terminar esa obra, cómo cambiar esos últimos veinte minutos? Quizá sería otra obra; esta es la que nos ha entregado Fabio Rubiano y el Teatro Petra.