“Los colombianos arrasaron con
todo. No dejaron nada”.
Vergüenza. Esto es lo que debe
producir esta película como efecto en los espectadores colombianos que la ven.
Ningún “colombiano” aparece en ella y en la única escena en la que hay algún
signo de su presencia es a través de las balas que sacan huyendo, despavoridos,
a los indígenas de un asentamiento. Los peruanos los han masacrado y los
brasileros han llegado para fundar sectas religiosas que convierten a los
indígenas “en lo peor de ambos mundos”.
En otra de las escenas, dos indígenas
corren y un soldado les pregunta si son colombianos. Uno de ellos no responde;
el otro dice “no sé”. Los colombianos convirtieron a muchos indígenas en
fantasmas o en seres mutilados; todo por la fiebre del caucho (hace un siglo),
por la displicencia de quienes habitan este país (este territorio que llamamos
nación) frente a sus recursos naturales y humanos, y que en nada se diferencia
de la situación actual con los estragos dejados por la minería.
Ni los colombianos, ni los
brasileros, ni los peruanos entienden la selva amazónica como propia, ninguno
de ellos (de nosotros) la ha cuidado, realmente, y esta negligencia ha hecho
que hoy sea imposible conocer y reconocer a esos muchos que la habitaron y de
quienes hoy no queda ningún rastro de sus “canciones”, de su palabras, de sus
conocimientos. Quizá sea esto lo que llevó a los guionistas a construir una
historia basada en la relación entre indígenas y hombres “blancos”, pero
extranjeros: un alemán y un estadounidense. Han sido ellos, más que sus “hermanos”,
quienes se han interesado por conocer el universo indígena del Amazonas, por
aprender su lengua y por darlo a conocer fuera de aquí.
Este es, pues, el eje de la
ficción narrativa de El abrazo de la serpiente:
dos historias separadas por un lapso de algo más de veinte años, unidas por un
libro escrito por un alemán que jamás regresó de la selva (imposible no pensar
en José Eustasio Rivera), por la búsqueda de una planta que cure el cuerpo y,
sobre todo, el alma, y por la necesidad de que indígenas y “blancos” se
reconozcan y aprendan del otro, sobre todo, el “blanco” del indígena. Y aquí
viene lo más complejo de recibir de esta película: ante la banalización recurrente
del discurso ecológico, del conocimiento intuitivo, de una economía pre o
anticapitalista, no es fácil asumir la significancia de aquello que se le
muestra al espectador. Dos personas, a la salida de la película comentan: “Allá
en Francia les debe haber gustado más”, como si solo esa realidad indígena,
selvática, fuera “atractiva” para un extranjero, como si para los colombianos
fuera tan “natural” aquello que nos están mostrando, como si ya se conociera
demasiado. Lastimosamente, creo que esta será la forma mayoritaria en la que
los colombianos recibirán esta película: desde el exotismo, como aquello que
está bien y que es válido para una minoría, que es aceptado mientras siga
permaneciendo en la selva, para que siga siendo una excepción y su
exterminación una realidad a la que, simplemente, tenemos que resignarnos
porque la razón capitalista no admite otras razones.
Ciro Guerra es absolutamente
directo con su crítica, pero esa crítica está desprovista de toda ingenuidad y
marcada por el profundo respeto por los seres con quienes trabajó (y aquí las
actuaciones de los actores indígenas merecen todos los aplausos). Esa selva en
blanco y negro deja, aun así, sentir su humedad, su calor, su silencio pleno de
sonidos que el hombre debe aprender a escuchar.
Los indígenas nunca han sido
colombianos, ni antes ni después de la Constitución de 1991; para ser
políticamente correctos decimos que sí lo son, pero en el fondo los seguimos
tratando como una excepción que se tolera, pero a la que no se la reconoce ni
se la respeta. A principios del siglo XX, el gobierno colombiano dejó en manos
de los capuchinos la “civilización” de los indígenas (imposible no pensar aquí
en Eduardo Zalamea Borda), es decir, inauguró el siglo XX dándole continuidad a
la misma actitud de los españoles y de los criollos “ilustrados”. La situación
no ha cambiado mucho, pero como, al fin y al cabo, es una excepción, no hace
sino confirmar la regla.
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