domingo, 20 de mayo de 2007

La feria


El timbre de una voz que duele, el deseo tonto de una venganza, la alegría inmaculada de un beso en la frente, las palabras atoradas en el pecho, en “pugna” por salir, el brazo rodeando una espalda que sólo durará cinco segundos, la risa sin recuerdos de un rostro cercano, la promesa de una respuesta en el universo virtual, el instante atrapado en un marco amarillo, robado en un almacén de ofertas chinas, la indiferencia deliberada de un rostro que era simplemente indiferente... “I know”.
De vuelta a la realidad, camino en medio de cuarenta y cinco mil personas; no miro a nadie, como quien no desea encontrarse con un rostro esquivo, pero sonrío con la visión de un café a medio terminar sobre una mesa donde encuentro bienvenidas a la altura de mis pasos. La Feria del Libro no tiene la pretensión de un congreso de literatos o lingüistas, o periodistas o médicos o, simplemente, académicos y eso es lo que más me gusta de ella; los asistentes a las charlas no tienen por qué reclamar menos tintes fluorescentes, sólo sentarse y escuchar y, sobre todo, ver. De allí las discusiones baldías sobre la literatura latinoamericana “después del Realismo Mágico”, los rostros incrédulos de escritores que llevan contestando lo mismo desde hace diez años, impertérritos ante preguntas y respuestas que ya no escandalizan a nadie más que a quienes creen que sólo el éxito comercial convierte en tabú dudar sobre la calidad de una página; sería hora de mirar al otro padre, a sus travesuras, su guerras, sus fiestas, sus casas verdes, sus visitadoras, sus perros y cachorros, sus conversaciones, sus tías y madrastras. Por ahora me quedo con la frase de Nabokov, ésa que habla sobre el hormigueo que recorre la columna vertebral cuando estamos ante un buen libro –yo le agregaría que también ante un buen escritor... Me quedo con la posibilidad que esto que escribo sea una ficción y no tenga que poner las manos al fuego por ninguna de las palabras que la componen...
Caminar por la Feria es encontrar a personas que no leen, pero que les encanta llevar una bolsa del almanaque Bristol llena de cosas inútiles recolectadas en su trasegar por los pabellones de las instituciones oficiales, como si llevasen libros que las demás personas no pudieran dejar de admirar; caminar por la Feria es darse cuenta que no nos dejarán de gustar los títulos conspicuos –ser la Capital Mundial del Libro, por ejemplo- y que ir a Corferias es una manera de sentirse parte de ese título, de un reconocimiento que saca del anonimato; caminar por la Feria es no comprar nada, mareado por la cantidad de páginas; caminar por la Feria es salir deseando una de esas páginas, sólo una y soñar en la noche con ella y seguir deseándola a la mañana siguiente y no comprarla nunca o no comprarla por ahora. Ir a la Feria es encontrarme con las mismas voces de hace cinco años, las mismas que se esperan con ansiedad un año entero, así sepa que dirán lo mismo, que plagiarán sus libros o sus vidas, o sus movimientos; escuchar esas mismas voces me hace sentir en un estadio –si es que así sienten los hinchas por su equipo-, aunque sin el paroxismo de los colores definidos, me hace sentir un resplandor en mi mente, el sol de no poder formular una sola pregunta, el sol inmaculado de quien vive en esas preguntas, con la sed de volver a sentirlas y de no encontrar respuestas, de no desearlas, con la vitalidad de un sentido que siempre se escapa, con la alegría de quien sólo quiere irse a su casa con un separador nuevo... Hay rincones de Corferias que no dejan de traerme recuerdos: una tarde de lluvia y un libro que llegaba a mis manos con el retraso de las cosas que tendrán la forma de un gesto definitivo, unas escaleras donde dejé el rencor del desamor y un abrazo que se repite en mi mente cuando el viaje blogosférico me deja sin ganas de zarpar de nuevo...
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Photo by Gonzzo.

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