El primer
aterrizaje es en un aeropuerto de una ciudad de Florida. Desde el aire, la
cuadrícula perfecta de una ciudad perfecta construida a orillas del mar. Dentro
del aeropuerto, cuerpos obesos sobre sillas en forma de mini motos, los precios
que ya nos empiezan a parecer exorbitantes para nuestros bolsillos colombianos.
Nos imaginamos cuartos pequeños en donde van a encerrarnos para revisar con
rayos X, manos y dedos indignantes, nuestros cuerpos; nos imaginamos largos
interrogatorios acerca de nuestros motivos de viaje, pero con lo que nos
encontramos es con un oficial que nos hace apenas un par de preguntas de rigor
y con una fila en donde la gente empieza a descargar sus pertenencias en cajas
que pasan por los rayos X, incluidos los zapatos. Las manos y los dedos se
cambian por modernas cápsulas de rayos X que examinan todo el cuerpo. Cuando
creo que todo está bien, el policía me llama y me hace preguntas sobre el
arequipe que compré en el aeropuerto de Bogotá para llevarle a quien esa noche
nos hará el favor de recogernos en Boston… En el
almuerzo me dan como postre una muy estadounidense galleta de la fortuna. El
papelito dice que no confunda la tentación con la oportunidad…
Las
esperas son largas, pero mi libro es gordo y no me preocupo. Lo bueno de viajar
así, como turista, es que el tiempo deja de importar, dejo de correr, de
cumplir; los días se alargan –además, es verano– y parece que lleváramos mucho
tiempo fuera de casa…
En el
College de Weston, me siento como en una novela de Jane Austen, paseando por
las grandes zonas verdes, viendo desde afuera las edificaciones antiguas,
regentadas alguna vez por monjas. Boston me sigue manteniendo en Inglaterra, en
el recuerdo imaginario que tengo de Londres. Nos sorprenden su arquitectura, su
limpieza, su orden, la tranquilidad y seguridad que se siente en sus calles. En
el metro, empiezan a aparecer los asiáticos que veremos en todo el viaje… Una
línea roja pintada en el piso nos lleva a través del centro histórico de la
ciudad y hacia el lugar en donde se honra la memoria de Franklin y su
participación en la Independencia de Estados Unidos. Pasamos por la Universidad
de Harvard: un conjunto de edificaciones que parecen llevar siglos allí. Hay
numerosos grupos de turistas alrededor y una gran fila junto a la estatua del
fundador. Hago un esfuerzo y trato de imaginarme dirigiéndome hacia un salón de
clases o una oficina; no lo logro.
T. –quien
sólo descansa de su trabajo los domingos y sólo tiene una semana de vacaciones
al año, pero es feliz en su “sueño americano”– nos invita a pasear por la
ciudad; ha diseñado un plan para nosotros que él considera muy estadounidense:
ir de compras. Nos miramos un poco extrañados, pero no desairamos a nuestro generoso
anfitrión y vamos tras él por centros comerciales, por enormes tiendas de ropa
y zapatos. T. se extraña de que sea mujer y lleve una maleta pequeña, de que
sea mujer y no use tacones, de que sea mujer y no use ropa interior “para
mujer”, de que sea mujer y no me emocione mucho el plan de “ir de compras”, de que
sea mujer y no me “enloquezca” con los precios… Me esfuerzo en encontrar algo
que, realmente, me guste y que se ajuste a mi bolsillo y lo encuentro; me
siento como haciendo una tarea y me dedico a mirar a los demás compradores; no
puedo evitar hacer comparaciones entre la calidad y el precio de lo que veo
aquí y los excelentes zapatos y bolsos que veo en Colombia. Es viernes en la
noche y este debe ser un plan cotidiano para un día como ese.
Mi cara se
vuelve menos escurridiza cuando vamos a comer a un restaurante japonés en el
que, por cierta cantidad de dinero (no poca para nosotros, en realidad),
podemos comer todo lo que queramos; me siento en un capítulo de Los Simpsons y
empiezo a comer, pero muy pronto estoy satisfecha y me sirvo un plato de fruta.
Los comensales van y vienen con sus platos…
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