Siguiendo la senda que han trazado películas como La
sombra del caminante, Los viajes del viento, Apocalipsur, Karen llora en un bus
y Sofía y el terco (y las ya clásicas La estrategia del caracol, La gente de la
Universal y Confesión a Laura), Cazando luciérnagas demuestra que hace rato el
cine colombiano es más que violencia armada, traquetos, mujeres tipo video de reggaetón,
chistes flojos y películas tipo televisión en horario familiar.
Producida, entre otros, por Dago García (quien con esto
demuestra que sabe reconocer buenas historias, pese a que no las hace él mismo),
esta película de Roberto Flores Prieto, basada en un cuento escrito por Carlos
Franco, se mueve entre agua del mar, arena, árboles, montañas, una construcción
abandonada de las Salinas del Caribe y un container
que hace las veces de habitación para dormir.
La vida de Roberto Manrique pasa solitaria, lenta y
rutinariamente (la espectadora sentada detrás de mí, ya estaba desesperada,
después de media hora de película; la de mi lado se puso a hablar por celular y
después le dijo a su pareja que no importaba, porque ahí no pasaba nada),
mientras realiza sus rondas de inspección en esa construcción abandonada que
vigila. De él no sabemos nada; sólo que no le gustan los chistes que, todos los
días, le cuenta su compañero de trabajo, a través del radio teléfono, cuando se
comunican para rendir el informe de “total normalidad”. ¿Quién escoge un
trabajo en donde no deba tener contacto con ningún ser humano?, ¿por qué
alguien escoge un trabajo lejos de relaciones humanas, de la ciudad?
Detrás de la perrita llega alguien más: el pasado que,
siempre, vuelve para demostrarnos que no todo es como lo recordamos.
“No hay soledad / bailando a la orilla del mar, no hay
soledad / bailando a la orilla del mar”.
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