jueves, 31 de octubre de 2013

Cazando luciérnagas



Siguiendo la senda que han trazado películas como La sombra del caminante, Los viajes del viento, Apocalipsur, Karen llora en un bus y Sofía y el terco (y las ya clásicas La estrategia del caracol, La gente de la Universal y Confesión a Laura), Cazando luciérnagas demuestra que hace rato el cine colombiano es más que violencia armada, traquetos, mujeres tipo video de reggaetón, chistes flojos y películas tipo televisión en horario familiar.

Producida, entre otros, por Dago García (quien con esto demuestra que sabe reconocer buenas historias, pese a que no las hace él mismo), esta película de Roberto Flores Prieto, basada en un cuento escrito por Carlos Franco, se mueve entre agua del mar, arena, árboles, montañas, una construcción abandonada de las Salinas del Caribe y un container que hace las veces de habitación para dormir.

La vida de Roberto Manrique pasa solitaria, lenta y rutinariamente (la espectadora sentada detrás de mí, ya estaba desesperada, después de media hora de película; la de mi lado se puso a hablar por celular y después le dijo a su pareja que no importaba, porque ahí no pasaba nada), mientras realiza sus rondas de inspección en esa construcción abandonada que vigila. De él no sabemos nada; sólo que no le gustan los chistes que, todos los días, le cuenta su compañero de trabajo, a través del radio teléfono, cuando se comunican para rendir el informe de “total normalidad”. ¿Quién escoge un trabajo en donde no deba tener contacto con ningún ser humano?, ¿por qué alguien escoge un trabajo lejos de relaciones humanas, de la ciudad?

Por momentos, pienso en León, en El perfecto asesino, pero Roberto –Marlon Moreno, papasito– es distinto, logra transmitir algo distinto con su solitariedad, su tranquilidad, su firme decisión. Todo cambia cuando empieza a rondar una perrita (la mejor actriz de toda la película, no porque los otros dos no sean buenos; los tres están a la altura de las circunstancias cinematográficas–), cuando Roberto decide dejarle comida, cuando pone por primera vez su mano encima de su lomo.


Detrás de la perrita llega alguien más: el pasado que, siempre, vuelve para demostrarnos que no todo es como lo recordamos.


“No hay soledad / bailando a la orilla del mar, no hay soledad / bailando a la orilla del mar”.

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