Los amantes pasajeros:
Almodóvar es ya una vedette de la industria
cinematográfica; en realidad, lo es desde hace tiempo. Lejos estamos ya de las
arriesgadas apuestas de la década de 1980 y de la nueva estética que legitimó
en la de 1990. En Los amantes pasajeros, Almodóvar se aleja de su saga de películas
con tono acentuadamente dramático de toda la década del 2000 y lo elimina para
dejar ante los espectadores su mayor divertimento, el mayor de toda su carrera.
En este guión, las situaciones se simplifican todo lo
posible hasta dejar una parodia de las mismas, tanto, que la parodia llega a
ser cliché, evidenciado hasta la saciedad. Las auxiliares de vuelo sirven en la
clase turista y los auxiliares –todos gays– en la ejecutiva. La clase turista
es borrada de la trama para concentrarse en los “gordos” y massmediáticos líos políticos,
familiares y judiciales de los pasajeros de la clase ejecutiva. Una mezcla de
licor y mezcalina distensiona los ánimos de los pasajeros, después de saber que
los amenaza un estruendoso accidente. Nada más normal que la próxima víctima de
un asesino seduzca a su verdugo, que una virgen encuentre al amante que calme
su libido exaltada, que unos recién casados celebren su luna de miel y que dos
de los auxiliares de vuelo realicen ante los espectadores el sueño-cliché de
muchos de quienes pertenecen a la población gay –y perdón por mi propio cliché–:
ser amantes de los pilotos del avión.
La cinematografía Almodóvar se ha convertido en una marca
publicitaria –lo mismo que “sus” actores y por eso Cruz y Banderas están allí– y
sería tonto que no se aprovechara: las marcas de ropa, de los accesorios, las
marcas de celulares, de carros y de bicicletas aparecen acompañando las vidas
de los personajes y extendiendo un modelo de consumo que también ya es un
cliché.
Es una comedia sin ningún tinte dramático o, mejor, con
uno tan simple, que está allí apenas para que la historia tenga alguna excusa
para seguir hacia algún lado, hacia adelante. Es una comedia y todo terminará
bien. Almodóvar seguirá haciéndonos reír, ojalá con menos de estos
divertimentos y más con sus sagas dramáticas sin ningún atisbo moralizante.
Sofía y el terco:
Lo justo, apenas lo necesario, la exacta medida de lo que
se debe mostrar y cómo se debe mostrar, de lo que se debe decir y no. Esta es
la principal característica de la primera película de Andrés Burgos. Con un
guión acertado, una fotografía, composición y actuaciones impecables –y no sólo
porque esté en ella Carmen Maura, pero, claro, también por eso–, Burgos cuenta
una de esas historias que suelen catalogarse como “simples”. La aparente sencillez
de la trama y la sutileza con la que es narrada, le permiten al director contar
una historia con la que el espectador –llámese común o intelectualoide– se
identifica, porque todos sus referentes le son familiares, tanto para aquel que
vive o ha vivido en un pueblo como para el más citadino, tanto para el joven
como para adulto y el más mayor.
Sofía no conoce el mar y ha esperado mucho tiempo para
hacer ese viaje tan soñado con su marido, pero, como en la mayoría de las
ocasiones, debemos emprender un acto de valentía para hacer realidad los planes
en los que creemos y Sofía empieza su viaje sola.
Un cartel en las paredes del pueblo señala la falta de
alternativas con la que se encuentran los jóvenes en la mayoría de los pueblos
del mundo; los últimos golpes de una paliza asestada contra un muchacho al que
le gusta fumar marihuana de vez en cuando, señalan las leyes impuestas por
ciertos grupos cuando el Estado no se hace presente; la rutina de las noticias
y la telenovela en el televisor de todas las noches, señala el ruido de fondo
que generación tras generación hemos escuchado.
Se nota, para bien, el cuidado con el que el director
escoge el punto de vista de la cámara, lo que focaliza, la distancia, los
detalles con los cuales nos muestra la vida cotidiana de un pueblo y de quienes
lo habitan, para mostrarnos el carácter de un personaje hecho sin palabras. Se
nota, para bien, el acierto de encontrar un tono adecuado al ritmo de la
película y a su intención estética.
No porque sea una película colombiana todo debe terminar
mal, no porque estemos en Colombia, se debe mostrar lo que banalizan los
noticieros y la política de este país, en general. Aquí todo termina bien y me
gusta que así sea. Aquí no hay grandes héroes, ni grandes tragedias, no hay
miseria, sino todo lo contrario: por cada muerte, el valor de un buen recuerdo;
por cada error, el valor de poder “empezar de nuevo”; por cada matrimonio “convencional”,
el valor del cuidado. Aquí nadie es excluido, nadie es juzgado; todos tienen un
lugar, por mínimo que parezca y ese lugar es respetado, valorado.
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