sábado, 4 de enero de 2014

Cartografías literarias: Bahía (Salvador, Camaçari, Jauá, Guarajuba, Arembepe), Brasil (I)



De Brasil: Machado de Assis, Fonseca, Lispector, Ribeiro y Amado (y también Coelho); un intento feliz de aprender samba carioca; una rubia de ojos azules que a mis doce años cantaba canciones para los “bajitos” con un acento extraño; Ciudad de dios y la visión de las “favelas”; canciones que escuchaba, sorprendida por su armonía, en las voces de Chico Buarque y Caetano Veloso… Eso o un poco menos de eso: referencias que eran el tema de moda o el estereotipo exotista de un país que por su inmensidad es también diverso, difícil de definir solamente en esos estereotipos.

Llegamos a San Pablo y nos sentimos en un aeropuerto de los 80, en el antiguo Dorado, en una terminal de autobuses; las maletas se amontonan en una vuelta de la cinta y alguno de nosotros se arriesga a ordenar lo que ya parece ser un caos de equipajes… Corremos por el aeropuerto atestado de personas haciendo largas filas con niños y con demasiado equipaje (¿cómo será cuando empiece la Copa do Mundo?). Nuestro primer encuentro con el portugués es un conjunto de sonidos que intentan explicarnos dónde está nuestra terminal, pero que no logramos entender al primer intento. De ahí en adelante, nuestra conclusión será que el portugués y el español sólo son parecidos en los documentales para turistas o en los textos escritos...

Llegar a una casa que no es la nuestra siempre causa cierta nerviosidad, incertidumbre, y esta no es la excepción, pero el primer contacto con quienes serán nuestra familia adoptiva por diez días en Bahía no puede ser mejor: en la pared, hay un cartel que nos da la bienvenida y unos globos blancos que apaciguan nuestro cansancio por el viaje de todo el día.


Al día siguiente, me encuentro temprano con el sabor tan distinto del café brasilero y desde ese momento extraño el colombiano. Mi paladar no extraña la comida, pero sí esa bebida caliente infaltable ya para mí, a diario. Hay pastel para desayunar, pero –poco arriesgados aún– elegimos el pan. La familia de D. nos hace sentir como en nuestra propia casa y, como colombianos del interior que somos (un poco incrédulos, un poco timoratos), nos intimida y sorprende su cordialidad, su generosidad, toda la atención que nos prestan (hasta I., quien se molesta porque no nos entiende ni nosotros a él y trae su Google traductor como último recurso…). La casa siempre estará llena de los sonidos de todas las personas que la habitan o que pasan por ella a lo largo del día, llena de sus diálogos y, sobre todo, de sus risas. Cuando abro los ojos, lo primero que escucho es una voz llena de sonidos nasales y una cadencia que para los latinoamericanos es tan familiar y, a la vez, tan admirada; muchas veces, la voz es una sobreposición de voces, de presencias a las que les encanta estar juntas, hablar al mismo tiempo, sin tener que pedir a nadie permiso para hacerlo.  

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