domingo, 1 de mayo de 2011

Another year:





Un año más: primavera, verano, otoño, invierno… Un año más para Tom y Gerry, para su casa en la que siempre es primavera, para su huerto que sigue, preciso, las estaciones del año: la siembra, el cuidado, la espera, la cosecha, la muerte y la renovación.


Ella es psicóloga; él, geólogo. Una pareja que se conoció el primer día de universidad y que no volvió a separarse más que para reunirse de nuevo en largos viajes, en bellos proyectos. Un hijo de treinta años y un huerto que acompaña el transcurso de los días.


El desayuno, el trabajo, la cena, una copa de vino antes de cerrar el día, el libro antes de quedarse dormido, cerrar los ojos con la cabeza apoyada en el pecho de él, abrazar el cuerpo de ella; los cincuenta años y ese cuerpo que ya no es el mismo, pero Tom sigue viendo a Gerry sensacional… Ella es su chica.


Parece perfecto y, de hecho, lo es. Tal vez estemos demasiado acostumbrados a que las películas deberían proyectar nuestro anhelo de que siempre pase algo…más, de que siempre sintamos algo…más; tal vez estemos demasiado acostumbrados a que la armonía es una excepción, a que la sensación de bienestar es una excepción. Para Tom y Gerry no es así. No se busca sentir más, no se busca algo indefinido o definido, sólo se vive, al ritmo de los días que pasan, de las estaciones que traen y se llevan lo que, simplemente, deben traer y llevar; somos nuestras decisiones: el trabajo que elegimos, la familia que tenemos, la pareja que escogimos, los amigos que hicimos.


Esos amigos son el único contraste con la “armonía” (¿por qué resulta tan difícil escribirla, creerla?, ¿por qué suena a neo-misticismo?): los hijos que no reconocen a sus padres ni a sí mismos, los hombres que trabajan solamente porque no saben qué podrían hacer con su tiempo libre, las mujeres que buscan un hombre tan desesperadamente como huyen de sí mismas. Pareciera que no hay armonía sin una pareja, pareciera que no hay armonía si no somos capaces de cuidar de una casa, de un huerto, de la comida que comemos, de los regalos que ofrecemos y nos ofrecemos, de nosotros mismos…


Hay seres de cincuenta años que no han crecido, seres con panzas enormes y rostros de niños, seres de casi cincuenta y ropa de veinte que mendigan afecto… Sus casas no se muestran, pero las imaginamos: las botellas y latas desperdigadas por el piso, el jardín lleno de maleza, la nevera vacía, la loza amontonada, la cama sin tender… Cuesta aprender a hacerse cargo de uno mismo, cuesta aprender a estar con uno mismo, cuesta aprender a salirse de sí mismo para estar con otro, con otros… Nuestros deseos a veces vienen en forma de autos rojos, de viajes como huidas; a veces vienen de la falta de deseos y de la falta de saber más que qué queremos, qué necesitamos.


No sé si sea esto lo que quiso decir Mike Leigh en esta película, no sé si suene a discurso demasiado new age (si así suena, la responsabilidad es mía, porque, definitivamente, no es el punto de vista del director)… La cámara enfoca a dos mujeres que miran al vacío, dos mujeres tan desdichadas como ciegas. La amargura paraliza y también la desilusión. La valentía, tal vez, consista en saber cómo, de nuevo, echar a andar el mecanismo, pero esto último, ya no es esta película.

No hay comentarios: