domingo, 17 de abril de 2011

Kilele:



Kilele suena a ritual, a mantra, a contra, a rezo, a talismán. En una tierra que los dioses van despoblando, sólo queda el miedo de un hombre que no puede moverse. Mi abuelo decía –mi mamá me lo cuenta– que en la época de la Violencia habían huido todos los espantos: la madremonte, la llorona, el mohán, la patasola, el duende… Decía que ellos mismos se asustaron ante tanta maldad. ¿Qué les queda por hacer a los hombres cuando saben que sus dioses ya no pueden escuchar sus rezos, sus peticiones?

Hace nueve años, más de cien personas murieron encerradas dentro de una iglesia de un pueblo cuyo nombre ya pocos recuerdan –yo entre ellos–; afuera estalló un cilindro bomba (a veces también un caballo bomba, un caballo que no era de madera). Los sobrevivientes, los pocos que quedaron, avanzaron por entre la selva, como muertos en vida, como lo son todos los desplazados. Kilele, del teatro Varasanta, retoma este hecho y lo vuelve dramaturgia, lo vuelve ritual.

Hay quienes deciden ser desplazados toda su vida y hay quienes deciden afrontar el cambio y empezar de nuevo, aprender de nuevo; hay quien sigue sintiéndose desplazado toda su vida y hay quien puede quitarse esa piel, los jirones que quedan de esa piel, para tejerse una nueva. Creo que no podemos saber a ciencia cierta en qué momento alguien está listo para empezar de nuevo ni tampoco cómo unos lo logran y otros no. Kilele habla, muestra a aquéllos que están en el limbo, en el camino de decidir o, mejor, de asumir su decisión.

Como en la tragedia griega, aquí no hay salvación para los héroes, ni siquiera en la otra vida. No hay esperanza en la palabra, porque ya sabemos qué pasa aquí con quien sabe mucho, con quien quiere saber mucho. Mientras la veía, pensaba en el teatro griego, en la catarsis griega y en lo que el teatro hacía por nosotros. Pensaba que el teatro, con su eterno presente, con su temporalidad atemporal, con su continuo empezar, su persistente devenir, puede dar forma, más que la novela, más que la poesía o el cuento, a esta nuestra realidad de guerrillas noélidas y ejércitos marícolas, de empresarios que cambian casas por palmas en nombre del progreso y la paz, que expropian comunidades enteras, en nombre del progreso, de su progreso.

La novela nació para atrapar, para intentar asir el presente, pero a veces el presente es tan fragmentario e impreciso o tan rotundo y brutal que resulta más expresivo el cuerpo, un lenguaje más primigenio, más pulsional, más íntimo, para dar cuenta del dolor, de la angustia, de las ganas de llorar, de la rabia, del miedo y de la impotencia. Decía que pensaba en la catarsis griega, pensaba en las formas posibles de hacer un duelo que la realidad tantas veces impide a quienes lloran sus muertos: los que empuñaron el arma o los que encontraron el cuerpo. No dejarnos llorar, no dejarnos aullar de dolor, es también una forma de violentarnos, de seguir aplastando ese ser que necesita hacer su duelo para dejar ir lo que es necesario dejar ir, para seguir y poder ser.

En fila subíamos las escaleras para ver la realidad representándose, en fila subíamos mientras un perro llamado Castaño nos olisqueaba, antes de dejarnos entrar, antes de cerrar las puertas con nuestro consentimiento; antes de ver la tragedia de un hombre que ya no podía correr, que ya no podía moverse, que ya no quería correr ni tenía ganas de moverse. Lo que roba la guerra, la violencia, es la voluntad; lo que roba la miseria, la expropiación, la violencia, es la voluntad: sin voluntad, no hay movimiento, “sin movimiento no hay tiempo”. ¿Qué queda del hombre que no puede hacer suyo el tiempo?

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