jueves, 3 de julio de 2014

Caño Cristales, La Macarena, Meta I




Parece una obviedad –y más aún, una ingenuidad–, pero Colombia no es un país ni una nación, sino muchos países, muchas naciones, y a pesar de toda la historia transcurrida, aún sigue siendo dos realidades: una urbana y otra rural.

Llegar a La Macarena es darse de frente con esta otra Colombia: la Colombia que no cree en los diálogos de paz, la Colombia que ante la vista gorda y el abandono directo del Estado tiene las huellas de las carreteras construidas por las FARC sobre sus tierras, la misma carretera que usamos para llegar al hermoso Caño Cristales, a falta de otras vías, las mismas FARC a las que tuvieron que hacer frente los macarenenses para poner a funcionar su proyecto turístico, las mismas FARC que todavía rondan diciendo que no son ellos los convocados a La Habana; la Colombia que cree en el proyecto de “seguridad” de Uribe; la Colombia que no le cree una sola palabra a Santos.

Yo me siento cada vez más irrespetuosa, ingenua y, sobre todo, soberbia, cada vez que recuerdo las ocasiones en que he hablado sobre la “situación del país” con los amigos o publicado algo en mi Facebook sobre “la realidad de Colombia”; siento que este territorio que sobrevolamos en la avioneta más pequeña que han conocido mis sentidos, expuesta al vaivén del viento y las nubes, es tan ajeno como cualquier otro país extranjero, que mi realidad es tan limitada, tan estrecha, que sólo puedo callarme, observar y admirar la entereza con la que estos cientos de personas han logrado concretar este lugar como destino turístico de cada vez más colombianos y, poco a poco, de muchos extranjeros.


A. no habla de nada de esto. A. es delgado y tiene 20 años. A. camina con la propiedad y la ligereza de su cuerpo delgado, de sus 20 años y de su recuerdo de las ya muchas veces que ha realizado el mismo recorrido. A. se concentra en mostrarnos las singularidades del paisaje y las razones que hacen de Caño Cristales un lugar único en Colombia y en el mundo; yo le creo. Hay plantas que crecen dentro y fuera del agua que sólo son posibles dentro de este ecosistema. Hay agua por todos lados; la vemos brotar de la tierra en varios segmentos de nuestros recorridos, la vemos en las diversas cascadas a las que A. nos lleva, en los pozos cuyo fondo es sólo un color negro. Hay múltiples minerales; los vemos –sin distinguirlos– en los colores de las piedras, del agua del Caño como filtro entre el sol, la arena y las rocas. Hay tres paisajes que se juntan en este lugar único: el andino, el llanero y el amazónico; por momentos, nos perdemos entre la vegetación, por otros, la vista se extiende hasta el lejano horizonte, por otros más, aparece alguna colina. Para mí misma, me repito que ojalá no lleguen jamás a este lugar los que ya hacen estragos en otros lugares del país con su maquinaria minera, con sus represas, con sus petroleras, con sus condominios, con sus consorcios…


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