Lo
que veo son cientos de familias que se han organizado para proporcionar
hoteles, cocineros, conductores de lanchas y de carros, y guías a los turistas
que, por esta época acudimos en masa para tratar de apropiarnos de algo que
años atrás parecía más un mito. Al final, me digo que el Caño es de ellos y yo
sólo puedo obedecer todas las recomendaciones-órdenes que nos dan para
mantenerlo tal como lo encontramos; yo soy la turista y ellos los que
permanecen, los que han visto morir y nacer a muchos en un solo día. Me gusta
su dignidad, me gusta lo que algunos llamaríamos su reciedumbre, me gusta su
manera de tratar al turista como visitante, pero no como cliente; me gusta su
cordialidad distante, indiferente; me gusta la manera de ver sus tareas como un
deber asumido con responsabilidad y profesionalismo, y no como un servicio.
Sobre
el Río Guayabero asoman las pirañas del Ejército Nacional y, entre la
vegetación, a veces reconocemos el camuflado de un uniforme de soldado. Ellos
caminan por el pueblo y nos miran a los ojos; trato de imaginar lo que sus ojos
han visto y, más aún, lo que quisieran ver.
En
la mesa, hablamos de películas animadas, de extraterrestres, de lugares
conocidos y por conocer. Me gusta esta manera de estar; me gusta la forma en la
que nos relacionamos con otros turistas con quienes debemos volar, caminar y
comer por 4 días; me gusta cómo nos encontramos en las cosas más sencillas, más
cotidianas, cómo nos despedimos en silencio de quienes quizá no volveremos a
ver nunca y de quienes quedará un ojo, una pierna, una mano, una espalda, un
trasero, un perfil, en alguna que otra fotografía, y el recuerdo del grito
ahogado cuando la avioneta atravesaba una nube demasiado gris, mientras yo dormitaba
al ritmo del motor.
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