Es
Woody Allen. Después de Blue Jasmine,
viene un divertimento: una historia de amor que termina bien, una historia en
la que el amor es la magia, lo irracional, que reconfigura el mundo.
Allen
escoge ambientar su película a finales de la década de 1920 y juntar los
discursos en boga del espiritismo y del psicoanálisis para volver sobre uno de
sus temas favoritos: la (in)existencia de la vida más allá de la muerte, la
(in)existencia de una realidad metafísica que le dé un sentido trascendente a
nuestras vidas, la (im)posibilidad de controlar todo a través de la
racionalidad.
En
este contexto, los prejuicios cientificistas de Stanley (inglés) son
cuestionados por el singular talento de Sophie (estadounidense). El escéptico
que practica la magia (en la que en el fondo quisiera creer) como una manera de
ofrecer lo inexplicable a la gente, pero absolutamente controlado por él mismo
y por la soberbia de tener un conocimiento que a los demás les falta –o que,
quizá, no les interesa–; la muchacha sin muchos recursos económicos que
perfecciona su talento para que ella y su madre tengan una mejor vida. Las
parejas “ideales” no funcionan; sólo las reales y esas, casi siempre, son
inexplicables para los testigos.
La
satisfacción del espectador ante un guión inteligente, ante una historia “sencilla”,
con varios estereotipos -y desarrollada en el sur de Francia, en pleno verano-, pero que lo reconforta frente a la que es, tal vez, la
única creencia de Allen: el amor, siempre a punto de terminar, siempre a punto
de empezar; una variable de la poligamia que cambia la simultaneidad por la
continuidad, una monogamia siempre efímera.
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