Es verano y hay nubes grises, muchas. Es verano y llueve, llueve, llueve. Es verano y lo único familiar es el clima que
se parece al bogotano; de repente, por un rato, por un tiempo, vemos el sol. Caminamos mucho, caminamos y observamos,
oímos, siento, demasiado… Se cruzan
Goodbye Lenin, Los educadores, La vida de los otros y Wenders. Otra ciudad tan cercana al agua: el Spree y
el muro.
Podría hablar
de lugares emblemáticos: la Puerta de Brandemburgo, la Isla de los Museos, la
Torre de Televisión, el monumento a las víctimas del holocausto, el Ángel de la
Victoria; de ellos me interesa su historia, la memoria que guardan para el
porvenir de lo humano, me interesaba verlos y ser consciente de esa memoria, me
interesa recordar también que, mientras tomamos fotos, las rumanas se acercan a
preguntar si hablamos inglés y si podemos darles alguna ayuda, me interesa
recordar el Barrio Alternativo y sus minimercados administrados por turcos, las
mujeres con su pelo cubierto por telas negras.
Tomarse una foto frente a lo que queda del muro tal vez sea lo menos
recomendable, porque no es un trofeo –y, sin embargo, lo hice–, pero caminar
entre sus paredes, entre el recuerdo de los conejos que se reprodujeron crecientemente
entre ellas, entre la conciencia de la sangre de los que intentaron cruzar y no
pudieron, entre el recuerdo de las lágrimas que muchos derramaron tras
ausencias involuntarias, era necesario para mí, para recordar que eso cambió una historia que también
me afectó a mí, al país donde crecí, a la Universidad donde estudié, a los
amigos que tuve y a la forma en la que ahora leo el mundo.
El ángel se
alza tras la famosa puerta y me acerco a él desde atrás, por una amplia avenida
llena de árboles, por en medio de un enorme parque que no puedo dejar de ver en
mis recuerdos… El ángel de mis
diecisiete años en una sala de cine; imposible no pensar en los ángeles que nos
observan, imposible no querer llorar…
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