lunes, 16 de julio de 2012

Cartografías cinematográficas: España II


Bilbao
Cádiz
Tarragona

Viajo por ciudades que guardan estrecha relación con el agua: una “ría” (mezcla de agua dulce y salada) en Bilbao, el Atlántico en Cádiz, el Mediterráneo en Barcelona. Es verano y la gente en España sabe que estarán rodeados de turistas, que los atrae su sol y sus 40ºC;  en la noche, en Cádiz,  el viento es frío y yo me cubro con una manta, mientras los turistas europeos ni se inmutan ante él; el agua del Atlántico es fría y, sin embargo, todos desean “jugar” con las olas.

Tengo el sabor de la comida de mar, el sabor de las tapas y de las tostadas, la incomodidad del pan duro en el paladar, el sabor del vino tinto a todas horas; tengo los colores del sol sobre las calles estrechas de Cádiz, los colores de las sombras sobre las muchas plazas de la ciudad, tengo el color del mar al atardecer, tengo la presencia de los “moros” por toda la ciudad y del Imperio Romano; tengo el sonido de las voces de los africanos que pasan por la playa ofreciendo decenas de objetos diminutos y nada más que ornamentales.  Tengo las imágenes de una Barcelona llena de turistas y con calles que, según me dicen, se parecen a las de Buenos Aires; tengo las bicicletas que recorren la ciudad en sus múltiples rutas.  Tengo las horas que pasé en un tren siempre tan soñado, tan anhelado; tengo la imagen de latinoamericanos, africanos y asiáticos buscando sobrevivir en la ciudad mitificada por Gaudí y por los escritores en lengua castellana.

No la España de Cervantes ni la de Vila-Matas, no la de Calderón de la Barca ni la de Javier Marías, no la de Rosa Montero o la de Ray Loriga, sino la de Almodóvar y la de Alex de la Iglesia, la de Julio Medem.  Resulta que pasa lo mismo que con el exotismo latinoamericano, resulta que lo que parece exagerado y caricaturizado en las películas, resulta cotidiano en la realidad –apenas presentida–; sólo hay que ir a una peña flamenca en uno de los rincones de la ciudad menos accesibles a los turistas, sólo hay que sentarse en un café-bar a las 11 a.m., sólo hay que escuchar hablar a la gente, sólo hay que observar la forma en la que se mueven los cuerpos en la playa, para darse cuenta de cuán diferentes somos, pero también qué cercanos.

A veces, me sentí como la hija bastarda, como la hija de la que un padre no quiso hacerse cargo; parece tonto decirlo a estas alturas de la historia, pero creo que para cualquier latinoamericano la relación resulta inevitable… A veces –más, en realidad–, en cambio, me sentí como la hija que, por fin, conoce a su padre para constatar que tiene sus mismas cejas, pero, sobre todo, para asumir que es un ser distinto, uno que puede aceptar las carencias de su padre y seguir su camino. Parece tonto, parece inevitable, parece importante; lo es.

El molino de viento lo encontré en Postdam…


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