Bilbao
Cádiz
Barcelona
Tarragona
Visitar un país o una ciudad no por sus
monumentos, no por su arquitectura o sus enormes edificios, no por sus sitios
de rumba o sus grandes discotecas, no por los tantísimos museos, no por las
fotos junto a esos monumentos de la historia, del recuerdo –pero también por
esto–; visitarla por las tantas veces que he imaginado mi vida entre esas
calles y las personas que las recorren, que las habitan, por las tantas veces
que me he imaginado recorriéndolas, mirando a la gente, escuchando sus voces,
observando sus movimientos, por las tantas veces que sus imágenes, salidas de
películas o de libros, han invadido mis imaginarios recuerdos, mi futuro
pasado… Por las veces que el amor me ha
llevado a querer estar allí…
Me gustaría decir que no tuve miedo, que
no estaba nerviosa por atravesar el océano, por volar diez horas sobre el mar,
por llegar a otro país, por aterrizar en un lugar que no conocía, por hacer
cuentas en una moneda diferente, por enfrentarme a otra cultura, por conocer a
esa especie de padre tan esquivo que es España; me gustaría decirlo, pero no
fue así. Tuve miedo, pero el miedo
siempre se puede convertir en aprendizaje…
Primero, adelantar el reloj siete horas;
segundo, vivir la maravilla de ver el sol a las 7, a las 8, a las 9 y hasta las
10 p.m.; tercero, estar atenta a las indicaciones de las pantallas, a las
señales que están por todas partes; cuarto, aprender a guiarse por los mapas
del metro y de la misma ciudad; quinto, tener paciencia cuando las personas, en
perfecto español, me contestan, ante mis dudas, que no hablan español o cuando
son indiferentes y displicentes ante ellas, pero no ante las de los ingleses,
alemanes o franceses…
España tan distinta en el norte, en sus
bordes, en su centro y en el sur.
Escucho y leo indicaciones en euskera, en catalán y en español; veo y
escucho a un colombiano cada diez cuadras en Bilbao; me baño en el Atlántico
rodeada de madrileños, gaditanos, alemanes, argentinos, australianos e ingleses;camino
por la orilla del Mediterráneo mientras un pez nada alrededor mío y decenas de
hombres y mujeres desnudos se tienden al sol con un libro en la mano o entre
sus piernas, o charlan animosamente con el agua del mar hasta la canilla y un
cigarrillo entre sus dedos; le doy vueltas a La Sagrada Familia entre chinos,
japoneses, coreanos (supongo, porque no los diferencio aún), franceses,
argentinos, mexicanos, peruanos, brasileros, colombianos, alemanes, ingleses y
un largo etcétera; le doy vueltas, pero no siento nada y, en cambio, me quedo
mirando largo rato los avisos de huelga en un hospital cercano a Las Ramblas que
exigen un servicio de salud digno o los avisos pegados en la pared de un
“locutorio” ofreciendo habitaciones o compartir un piso, en una caligrafía que
advierte que prefieren que sean latinoamericanos quienes soliciten en arriendo
los espacios…
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Fotos por Paula.
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