
Este hombre, solitario entre los solitarios, quien decidió irse a los 16 años a negociar su cuerpo en una ciudad del norte del país, quien aprendió rápidamente que su juventud duraba lo que el cierre de un trato, que volvió para saber que tenía “buena mano” con las clientas, que se aburrió, que iba a los baños de los japoneses sólo para despojarse de sus toallas y dejar que su cuerpo se entregara a otras manos, quien sin rastro de compasión, de bondad o de altruismo envuelve en sábanas los cuerpos que mueren en su casa para que vayan directo a una fosa común, quien sin ese mismo atisbo de compasión mira su propio cuerpo invadido… Este hombre me muestra el rostro de nuestra abyección, el rostro de una enfermedad de nuestro tiempo; en la literatura, la enfermedad es la forma en la que se muestra una cara de la fragilidad humana, el rostro de aquellos seres que no pueden vincularse del todo a un tipo de sociedad, aquellos a quienes la sociedad declara “no aptos”, “no funcionales”, un símbolo del estado del ser humano en un momento histórico determinado. La enfermedad con su rostro más crudo, muestra a un ser humano abyecto, muestra una cara del horror de nuestros días; fealdad, muerte y enfermedad como una tripleta que conjuga la incertidumbre, el miedo, la soledad y la desilusión de seres de nuestro tiempo… Desahuciados de la vida van al Moridero, y aquí es inevitable hacer la relación con El desbarrancadero de Vallejo (la de Bellatin es de 1994; la de Vallejo es del 2001): “La vida es un sida”… Fernando ve morir a su hermano sin poder hacer nada por impedirlo, pero queriendo hacer algo para impedirlo; la muerte de este hombre sólo confirma el sentimiento de Fernando acerca de que su país va directo al desbarrancadero, la vida se escurre por allí sin poder hacer más sino dar la vuelta. Salón de belleza no ayuda a morir a nadie, sólo espera la muerte lo más rápido que se pueda…
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