domingo, 8 de junio de 2008

Pat-agonía: Los suicidas del fin del mundo

A veces me pregunto qué habría sucedido si mi familia hubiera decidido que nos quedaríamos a vivir en Fusagasugá, en Silvania, en Quimbaya, en Chinchiná, en Buenaventura o en Arauca... Pero mi papá siguió su trasegar, pero luego llegamos a Cali y después yo llegué a Bogotá... Pasé más de un año en Armenia (una ciudad intermedia) y el tedio fue un síntoma constante, pero había Internet, algunos libros y revistas, un cuarto propio, una casa cálida y algunos viajes (pocos y a veces tristes, pero posibilidades al fin) a la “gran ciudad”... En Las Heras no hay ni siquiera esto; no hay nada. La palabra futuro es un lugar sin conjugaciones verbales posibles. Al sur, siempre más allá de Caminito, del obelisco, de la Casa Rosada, del River, del Boca, de Boedo, de Florida, de El Cacerolazo, de los chorizos, del churrasco, existe un pueblo que hace poco empezó a aparecer en el mapa argentino, un pueblo patagónico, una enfermedad agónica, un síntoma del olvido, de la indiferencia y de un desarrollo “nacional” siempre lleno de baches.

Cuando era niña, la gente a mi alrededor nombraba la Patagonia –y la Cochinchina– como un lugar demasiado lejano, el fin del mundo, un lugar infantil, mítico y amenazante que en realidad no quería que existiera, que en realidad no podía existir... En medio del desierto, de inviernos atroces y vientos interminables, cientos de hombres trabajan extrayendo petróleo, decenas de mujeres trabajan en lugares oscuros, moviendo con desgano sus cuerpos al ritmo de una cumbia, cientos de familias resuelven sus conflictos como mejor pueden o simplemente como pueden, con las soluciones que aprendieron de otros o sencillamente las que tienen más a mano...

“En la Patagonia la agresión natural del paisaje y la soledad histórica aumentan la posibilidad de malestar, generando este tipo de salidas. Esto se repite en otros pueblos con falta de arraigo, falta de calidad en las relaciones. Aparece todo lo erótico agresivo y empiezan a darse relaciones cruzadas, sin lugar a oxigenarse. En lugares grandes como Buenos Aires, una persona cambia de grupo, de lugar y renueva su historia, ensaya conductas nuevas. En esos pueblos la persona queda reverberando siempre en el mismo circuito, y encima con un alto nivel de prejuicio y de incomunicación en las familias. Cuando en una comunidad como Las Heras los suicidios aumentan de forma tan alarmante, quiere decir que algo anda mal en el sistema. Y esta urbanopatía tiene como síntoma principal la pérdida del impulso vital. Es un sistema jodido que te deja expuesto, sin posibilidad de sostén. Hay un vacío, un dolor, y no hay sentido. La gente no es de ahí, de esa tierra. Muchos vienen de otros sitios, y se habla del síndrome de la valija: la valija lista atrás de la puerta, para irse. [...] En una estructura donde están todos sostenidos muy frágilmente y en una situación social con alta desocupación, se genera silencio, frialdad, reclamo de atención a través de conductas autoagresivas muy fuertes”.

Dice Leila Guerriero que, en realidad, las respuestas a estas muertes no están entre los vivos; quizá tampoco entre los muertos. El suicidio, como tantas otras cosas, se “empeña en no tener respuestas”. Dice Leila: “Me pregunté, con cierta ira, cómo era vivir en un lugar donde la vida del otro ocupa tanto tiempo. Donde el guión de los demás se come tanta parte del propio guión”. A veces no hace falta vivir en un lugar como el desierto para estar insistentemente dentro de los guiones de los otros o para sentir el malestar o el desarraigo; en Las Heras, esta situación termina haciendo parte de tantas teorías para explicar las decenas de suicidios que se presentaron antes y después del fin del milenio. Creo que todos hemos vivido alguna vez dentro de esa pérdida del impulso vital, creo que todos tenemos formas singulares de hacer el duelo por esa pérdida, otras valijas... En un mundo donde el sentimiento de exclusión, de rechazo, signa la inserción social de todos, hace falta quien hable de los que deciden autoexcluirse, sobre todo, cuando las noticias oficiales (como en la Alemania Oriental) insisten –o desisten– en ignorarlos.

2 comentarios:

gonzzo dijo...

Va a sonar feo... Ciorán dice que un hombre que haya llegado a sus 25 y jamás haya contemplado la posibilidad del suicidio es porque nunca ha sentido sinceramente la existencia... también dice que uno que se quite la vida por amor (por el no soportar la existencia sin este), eso reivindica al género humano...

Hace poco en Bogotá "las autoridades" estaban preocupadas porque el índice de suicidios crece y crece, culpaban la falta de comunicación padres-hijos... tal vez, pero la sociedad no es que ofrezca mucho tampoco...

Tal vez sea una cuestión de dignidad, síntomas... estamos enfermos y como las abejas que no vuelven al panal para no contaminar a las otras cuando se sienten mal, tal vez, muchos seres humanos simplemente no quieran hacer parte de esta enfermedad y protesten en silencio... con sus vidas... yo sé que suena mal, yo sé... pero eso podría llegar a ser una forma bella de protestar... si, yo sé, yo sé...

Anónimo dijo...

Estoy de acuerdo con Ciorán... muchas veces he contemplado la idea del suicidio, pero es un estado pasajero... como ir hasta el fondo a escudriñar los sentimientos, anhelos y frustraciones más reconditas, una autoevaluación, un retomar el camino para hacer las cosas mejor... para continuar.

Muchas veces he sentido que vivo en la patagonia, en un lugar similar a las Heras, protegiendo mi guión de los demás, ocultandome, adaptandome a un lugar que pocas veces he sentido como mio...
Pero siempre he vencido, este infierno grande tiene sus tesoros que he podido disfrutar, creando una especie de propio mundo, donde no todos tienen cabida... Me ven como un "bcho raro" y no me importa, no entienden mi música, ni mi poesía, mucho menos mi "extraña" manera de ver las cosas, de pensar, incluso de actuar... Sí, definitivamente, vivo en la patagonia...
En Colombia y en America Latina, hay muchos lugares como estos, pero aqui en particular, las personas se acostumbran a vivir mal... El país más feliz del mundo, así nos llaman, en realidad, creo que esa felicidad es algo muy parecido al conformismo...

Ana María