


Por el antiguo camino de los trenes, atravesamos pueblos en medio de la nada en donde la antigua estación del tren queda para rememorar tiempos mejores, tiempos que anunciaban el “progreso”; atravesamos quebradas y túneles angostos hasta llegar al Desierto de la Tatacoa. Curiosamente, estas formas las he visto antes fuera de Colombia y ahora mi referente es ese paisaje sonorense que roza Arizona. Aquí, los “terrones” son más pequeños y angostos, pero, igual, las formas son impresionantes, tierra erosionada por años y años, el color del polvo, del barro, de la arcilla con la que jugaba cuando era niña, los cactus altos y otros pequeños que producen un fruto con sabor a kiwi y a pitaya.
Dicen que hay un puerto para OVNIS, dicen que los han visto; decidimos no ir y prepararnos para ver las estrellas como si el cielo fuera un tablero que Javier señala con su rayo láser; imagino películas de ciencia ficción (que no suelo ver, pero que vienen a mi memoria), imagino tener uno de esos rayos en mis manos, como una espada, y jugar con alguien a luchas intergalácticas… Aprendo el nombre de una estrella, la única que me interesa; veo las constelaciones, pero ninguna de las formas que sugiere el guía, me sorprendo descubriendo que el cielo nunca es el mismo, que nunca vemos las mismas estrellas, que todo es continuo movimiento; con grandes telescopios y binoculares, veo los anillos de Júpiter y algunas nebulosas, aprendo que hay estrellas azules y otras cobrizas, aprendo la diferencia entre el brillo de una estrella y el de un planeta… De ahora en adelante, busco en el cielo la estrella que puedo nombrar y recuerdo a una mujer del siglo XIX que llevó su nombre…
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Fotos por Paula.
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