viernes, 23 de diciembre de 2011

Cartografías literarias: P.N.N. Cueva de los Guácharos (o La vorágine para adolescentes)





Dormir en carpa, amanecer con el sonido de los gallos, los patos, los gansos y otras aves más pequeñas, bañarse viendo pasar las nubes sobre la cabeza, ver las cabras desperezándose, escuchar ese dialecto que sólo era una broma en los programas de televisión… Salir de allí y seguir la ruta señalada por el mapa; llegar a un pueblo que lleva el nombre de un país del Medio Oriente, ver los rostros con rasgos indígenas, saber que estamos al sur del Huila, pero más cerca del Caquetá y del Putumayo. Es domingo y todos salen a hacer mercado, pero, sobre todo, a tomar aguardiente y cerveza, a bailar en las discotecas de la plaza que están abiertas desde el medio día…


Nos internamos más en la montaña, me hablan de osos de anteojos, de dantas, de micos, de murciélagos, de guácharos (que escucho nombrar por primera vez); dicen que hay mucho pantano, que el camino no es fácil, que hay personas que se quedan y otras que se tienen que devolver. Decidimos partir, decido partir… El camino de cuatro horas, lo hago en seis, insultando (absurdamente), por momentos, el barro en el que mis piernas se entierran casi hasta la rodilla, donde, por poco, pierdo mi zapato; hay caídas, hay mosquitos, hay tábanos que entierran su “aguijón” por encima de la ropa. Me quedo sola, por momentos y tengo miedo, entonces, pienso en Alicia, en Arturo Cova, en los andaquíes, los indígenas que poblaron estos espacios y que acosaron los colonos traficando la quina y el caucho… Grito y una voz me contesta; trato de ir más rápido y, por fin, veo un rostro conocido…


Nos internamos en una cueva; la leyenda dice que en ella vivió un indígena que desapareció sin dejar rastro. Nos metemos en túneles, en sus cámaras que nos muestran estalactitas y estalagmitas, los racimos de murciélagos colgando del techo y volando sobre nuestras cabezas. Pensé que les temería, pero sé que huyen de nosotros… Salimos de la cueva (yo doy las gracias, porque ya quiero sentir la luz). Veo micos y un guatín, veo loros, llueve, trato de bajar por una pendiente, resbalo y caigo algunos metros abajo, escucho mi cuerpo caer contra un colchón de pasto; el tobillo duele y se inflama.


Mientras miro mi tobillo, un hombre me habla de minas quiebrapatas, de alguien que pisó una, de su muerte esperando un helicóptero; mientras miro mi tobillo, una mujer me habla de cómo lo dejó todo para salvar a sus hijos de tener que irse con un grupo armado, de cómo hacía tamales en una esquina de un barrio bogotano, de cómo recogía la ropa que otros botaban, de cómo volvió al campo para sembrar la tierra, de cómo la necesidad tiene cara de perro, de cómo extraña “su tierra”, de cómo se siente mejor estando un poco más cerca de ella… Dejo de ver mi tobillo para escuchar las voces de quienes anhelan la belleza de los centros comerciales bogotanos, de quienes cuando vienen aquí evitan pararse delante de las vitrinas demasiado tiempo para que no los señalen como provincianos…


Salgo de este 80% de bosque tropical y de este 20% de selva húmeda (sin entender bien la diferencia) a caballo; llegando a mi destino, empiezo a ver las casas en las orillas de la trocha, los techos de plástico, los fogones de leña, los conejos debajo de las camas, los niños de tres y cinco años acostados en los corredores, una niña de cuatro años con un cuchillo en la mano, “jugando” sobre una tabla, el bebé de seis meses columpiándose dentro de una red en uno de los cuartos, la emisora cristiana a todo volumen, la hora del almuerzo y los hombres que empiezan a llegar caminado a través de la montaña…


Pienso que yo ya me voy, pienso en las vidas que veo sobre un caballo, al otro lado de la baranda, desde la ventana del carro, a través de la pantalla del computador o del televisor y me siento un poco canalla; mientras voy por el camino de herradura, sin desviarme, me siento la turista que viene a conocer el país tropical… Todos preguntan si regresaremos; todos decimos que sí, pero, por dentro, yo sólo tengo dudas. Me siento débil, cobarde y, por momentos, cínica. Tal vez estos caminos, estos parques nacionales naturales sólo deban ser visitados por biólogos, por investigadores, expedicionarios, caminantes profesionales, estudiantes, no por turistas que buscan su cuota anual o semestral de “aire puro” y descanso de la “agitada vida citadina”… Pero también puedo estar equivocada y, tal vez, regrese algún día en una época en la que llueva menos…

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Fotos por Paula.

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