viernes, 23 de diciembre de 2011

Silencio en el paraíso:



Hace algún tiempo me había dicho que no volvería a ver una película cuyo tema fuera el conflicto armado, la violencia, y mucho menos si era colombiana… No se trata de ser ciega o ser como se supone lo es el avestruz… Mostrar la supuesta realidad, a veces, lo único que produce es naturalizar esa violencia, esos conflictos, y esto es lo que menos le conviene a un país que desde hace siglos espera conocer una verdad.


Toda esta introducción para hablar de una película que habla de los “falsos positivos” que nos dejó la última etapa del gobierno de Uribe Vélez y cuya responsabilidad mayor recayó en el actual presidente Santos (no soy ingenua; sé que los “falsos positivos” continúan…). La película duele por muchos motivos, pero el principal es la falta de alternativas que padecen millones de personas en este país, la pobreza que parece cerrar puertas, una tras otra, hasta dejar contra la pared, contra un abismo o contra un fusil. En mejores días, tiendo a pensar que siempre hay alternativas, que siempre se puede escapar de una situación que nos apabulla, que nos atormenta, pero hoy no, después de esta película, no. La desesperanza que recorre este país se resume en cerrar el camino, cada vez más, en dejar cada vez menos encrucijadas posibles.


Aquí, la vida se consume en su lenta y absurda monotonía. La ciudad abajo son luces titilantes como estrellas o atardeceres que matizan los colores de los edificios; el aquí y ahora, en cambio, es polvo cuando hace sol y barro cuando llueve, es estudiar el bachillerato sabiendo que ir a la universidad suena a imposible, es trabajar para ayudar en una casa con papá ausente, con una hermana quien ha dado a luz a un sobrino que hay que ayudar a mantener, es tener sexo o hablar de sexo porque no hay nada más en qué pensar, nada más qué hacer, es trabajar y conseguir la cuota para la pandilla del barrio, es escapar de una golpiza, de un robo, de una amenaza, es escapar de tanto polvo y barro, de tantos golpes, de tantas ausencias, creyendo en el amor, decidiendo creer en él, en las cartas dejadas debajo de la puerta, en la invitación a la fiesta, en el regalo de despedida, en la promesa del regreso…


Me explican que el Plan Colombia es la principal causa de estos “falsos positivos”, la exigencia de estadísticas, de resultados, de rendirle cuentas a quien patrocina la guerra… Al igual que la educación, el desempleo, los niveles de lectura y tantos otros “índices”, las personas se vuelven números vestidos de camuflado y botas de caucho.


Me siento culpable, porque por un momento lloré por la suerte del protagonista de la película y no por la de uno de los que cobraban la “vacuna” a los comerciantes y trabajadores del barrio; me sentí, por un momento, un poco fascista, pero, tal vez, lo que quiera decir la película es que cualquiera está expuesto a ser víctima del orden impuesto por estadísticas inhumanas.


Lloro porque la realidad es peor que esta película, lloro porque, por ahora, no veo qué otra cosa puedo hacer… Creo que la película logra su cometido, no porque me haga llorar a mí (que es tan fácil), sino porque escoge un conflicto que logra mostrar la complejidad del problema, el dilema moral de quienes participan en él (aunque el actor que encarna al encargado de conseguir los “positivos” parezca de mármol) sin excesos, con toda la mesura y el respeto del caso para las víctimas, sus madres, los amores que dejaron, las esperanzas rotas…

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