domingo, 12 de agosto de 2007

De los congresos, otra vez

Alguna vez dije que la única certeza que tenía frente a los congresos de literatos era la posibilidad de acercar un poco a los escritores y sus lectores, pero cuando el congreso no incluye la invitación a escritores, queda la solitaria imagen de académicos hablando de obras, pero también diría que de sí mismos. No se trata de hacer psicoanálisis de los literatos, sino de mirar en su discurso aquello que nos mueve a asistir a este tipo de eventos. Somos humanistas, abogamos por un discurso que incluya al otro, pero la mayoría de las veces esto no sucede; por el contrario, lo que se ve en los solitarios congresos de académicos es una competencia de egos, de capitales simbólicos estáticos y de las primeras luchas por apropiarse de ese capital. No digo que esa sea la generalidad, pero hablo de mi experiencia.
¿Por qué asistimos a congresos? Porque ser literato es un oficio que tiende al aislamiento, al trabajo que se hace en solitario o en grupos metidos de cabeza en la biblioteca o en la red, entonces, los encuentros académicos se convierten en la posibilidad de salir de la febrilidad privada y compartirla –en cierto grado– con otros. Quiero creer que también asistimos a estos eventos movidos por un pensamiento que nunca se detiene, que busca renovar las palabras cansadas de tanto repetir lo mismo; quiero creer que nuestros nombres desaparecen cuando leemos, cuando hablamos de una producción cultural que ha conmovido nuestro ánimo y nuestras ideas; quiero creer que quienes nos escuchan atienden el hilo de quien habla desde la mesa y no sólo esperan la oportunidad de hablar para exponer que ellos también saben, que también han leído; quiero creer que seguirán atendiendo ese hilo por muchos días. Voto por el respeto de la palabra, por uno de los motivos más exultantes para seguir vivos.
Voy a recordar a cinco seres humanos hablando de crítica literaria, de la necesidad de renovar un discurso que se acostumbra muy fácilmente a la divagación y a las palabras que se usan para el elogio vacuo; voy a recordar la capacidad de creación que vi en esas palabras, la pasión rigurosa de aquello que se impone con claridad. También recordaré a un público que supo escuchar, que esperó su turno para hablar con la intención no de opacar al otro, sino de aportar a un discurso común que tenemos necesidad de formar, de afianzar, lejos de las modas, los prestigios infundados, las reflexiones superficiales, cerca de la “felicidad” del diálogo, de la posibilidad de llegar a una conclusión relativa, “y de qué lado / de la mesa llega eso, o de / qué boca, o de qué rostro, o / desde qué nombre es lo de menos” (Borges).
Mi ego salió bien librado de ese congreso, pero sigo buscando, voy encontrando; sigo pensando en mis fórmulas, en mis palabras convertidas en “moneditas”. Por ahora voy arriba a mirar el cielo reflejado en el agua, en el centro del edificio de postgrados de la Universidad Nacional, voy a acostarme sobre el prado y a apoyar la cabeza sobre una voz que me acompaña, voy a meter de nuevo la cucharita en un postre de maracuyá, voy a recordar las palabras de un hombre silencioso en la primera fila del salón, voy a recordar su mirada honesta diciéndome: “Fue una ponencia muy bonita”. No interesante, ni coherente, ni bien pensada, ni correcta; bonita. ¿Quién va a los congresos de literatos para encontrar la belleza, para encontrar una forma de la felicidad, una forma de la sensibilidad? Ignoro lo bello de mi ponencia; mi intermitente timidez sólo me dejó darle las gracias, pero quisiera saber, quisiera sentir, dónde está para él esa belleza –si es que para él lo bonito es bello–, si vio en mí esa forma de felicidad que me dan los libros y sobre todo ese libro angosto y basuriego del que hablé, en nombre de otros dos febriles lectores que andan sueltos y con quienes descubrí esa felicidad.

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Photo by Gonzzo (edificio de postgrados, UN).