miércoles, 1 de abril de 2009

A propósito de Villoro y Álvarez:


Hay algo que siempre me dificulta hablar de política o de la realidad nacional. Tengo varias respuestas: que es algo tan complejo que cualquier afirmación va a ser nimia, que cuando tenía ocho años uno de los candidatos a la alcaldía del pueblo en donde vivíamos me prometió una vaca si yo lograba estar entre los tres mejores promedios de mi clase. Siempre me ha gustado estudiar, investigar, aprender, preguntar, así que lograrlo no me quedaba difícil; esperé meses a que el candidato apareciera con mi vaca, pero nunca lo hizo. Tal vez por eso la primera vez que ejercí mi derecho al voto fue sólo hace dos años; voté por un candidato que hoy es el alcalde de la ciudad en la que vivo y al que todos le reclamamos: “Por favor, haz algo”…

La realidad de violencia, injusticia y corrupción del país en el que vivo no ha sido ajena a mi familia, a mí. Cuando tenía tres años, vi el cuerpo muerto de mi abuela porque alguien, cuyo rostro se ha borrado, me alzó en sus brazos para que pudiera verlo en el ataúd. El sacerdote del pueblo no quiso entrar en la casa donde mi abuela agonizaba porque había mucho barro y sus "impecables" zapatos se ensuciaban… A mi tío, campesino y amante lector –el único en la familia al que le gustaba leer, según me cuenta mi mamá; tal vez un gen suyo quedó en mí–, lo asesinaron en una cantina de la vereda donde vivía. Cosas de borrachos, dicen en mi casa… Yo tenía siete años y recuerdo a mi mamá llevarnos de la mano a mi hermano y a mí, casi corriendo, por las calles de Buenaventura; yo no había tenido tiempo de quitarme completamente el uniforme de la escuela, un lugar en el que yo era la única “blanca” y todos me decían “paisa-come-arepa-sin-sal”, un lugar donde fui muy feliz… Recuerdo la descripción de mis tías, cómo encontraron el cuerpo de mi tío, recuerdo el velorio y a su esposa fumar un cigarrillo tras otro, recuerdo que con uno de esos cigarrillos ella rompió por accidente mi vestido, uno rosado, que a mí me parecía el de una princesa… Una tía a la que no conocí, murió una noche en el hospital de otro pueblo, después de que mi abuelo la había dejado casi a regañadientes, porque no lo dejaron pasar la noche con ella. Mi abuelo esperaba que el médico salvara la vida de su hija, pero ese hombre no tuvo ni siquiera la respetuosa y ética actitud de explicarle por qué ya no volvería a ver a su hija con los ojos abiertos… Me cuenta mi mamá que mi abuelo llegó destrozado por el dolor y la impotencia y que ella nunca lo había visto así…

Llegamos a vivir a Cali a principios de los noventa, durante el período más cruel de la guerra entre los narcotraficantes del cartel del Valle. Yo estudiaba en un colegio del norte (uno de los pocos que había con calendario A) y mi papá me recogía todos los días. Una tarde, durante nuestro recorrido habitual, vi un cuerpo tirado en la entrada de un edificio de apartamentos, cerca al colegio. Es diferente ver un cuerpo en un ataúd a ver un cuerpo que hace poco perdió la vida. No le pregunté nada a mi papá, pero supe lo que eso significaba…

Tal vez México vive ahora lo que Colombia vivió hace veinte años –y que sigue, claro–. Villoro (“La alfombra roja”, Malpensante 95) enfoca la situación en la “alfombra roja” que tiene también nuestra sangre, no sólo la de los narcotraficantes y sus víctimas. En Colombia, como en México, la alfombra roja tiene la sangre que han hecho correr los narcotraficantes, pero también los paramilitares, la guerrilla y el Estado. Tiene la sangre de mi tío asesinado por un sicario en Cali y la imagen de mi papá llorando mientras cargaba el ataúd (la primera vez que veía a mi papá llorando), tiene la sangre de otro familiar secuestrado y desaparecido por fuerzas “oscuras y omnipotentes”, tiene la sangre del primer arma que vi en mi vida y cuya imagen aún me asusta, me paraliza; tiene la sangre que corre por mi cuerpo cuando me intimidan en la calle con una ofensa, con un vidrio, con un cuchillo, con la fuerza de un cuerpo que pesa más que el mío, que odia más que el mío…

Amo este país, me sigo sorprendiendo de la riqueza y la multiplicidad del lugar donde casualmente nací, pero también de nuestro dolor, de nuestro silencio y de los cientos de alfombras rojas que día a día fabricamos. Cuando estaba en el colegio mis compañeros se burlaban de mi “nacionalismo”. No se trata de eso; no sé de qué se trata… El artículo de Juan Miguel Álvarez (Malpensante 95) habla de un río, el “río de las tumbas”, el río por donde transitan cientos de cuerpos a los que alguien les ha quitado la vida, el lugar donde se buscan los huesos en duelo. Historias de vida y de muerte. Una historia que también me recordó de dónde vengo: de las matas de café y de plátano, de mi abuelo y mi abuela, de mis tíos y tías trasegando las montañas, las verdes y fértiles montañas del eje cafetero, del norte del valle.

La historia de Álvarez y la de Villoro me recuerdan dónde estoy, dónde quiero ir, dónde están mis ecos y mis huesos, y de dónde vienen…

Dice alguien sabio y amoroso que las nuevas generaciones tienen la tarea de hacer posible lo que la generación anterior veía como imposible; yo creo en esa realidad…

2 comentarios:

Gabriel Umaña dijo...

El reto para los que vienen, para los que ya están llegando y para los que vendrán, será convertir este paraiso de historias ilógicas en un territorio alejado de las cruentas verdades que a diario nos explotan en la cara y que, de tanto hacerlo, hemos dejado de percibir.
El sendero de los "malos", ha trasgredido las fronteras y ya no es el país que nos vio nacer el único con muertos que llorar, con cadáveres por enterrar, con eneenes por reconocer.
La esperanza no se pierde y el encanto de ser colombiano tampoco, lo leemos en tí y en tu mundo. Y muchos se preguntarán si seríamos los mismos si la tragedia no hubiese acompañado nuestra corta historia como país.
Exclente reflexión Paula. Sigo presente.
Un abrazo.

Anónimo dijo...

Aquí leyéndote...Me recuerda que hace un tiempo escribí que "somos hijos de la guerra". Eso pesa, eso cuenta...¿Cuántas generaciones más?....Desconocía este relato de tu vida, entonces me parece muy bien que escribas para narrarte desde esta distancia en la que me ha tocado conocerte por pedacitos, por relatos, para tener hinchadas las preguntas cuando nos volvamos a ver.

Un abrazo,

Armando.


Pd: No andaba muerto, ni andaba de parranda, sólo por estos días las ocupaciones me consumen. Se le piensa, se le extraña.