martes, 5 de mayo de 2009

El rey del Honka-Monka

El rey del Honka-Monka baila “hasta desvariar” sobre la pista. Son los finales de los setenta y una ciudad que puede ser Cali se alebresta con la salsa “dura”: timbales, tambores, platillos, cobres y maderas se introducen en la sangre de los que bailan, de aquellos en quienes la música se convierte en danza, en fiesta del cuerpo. El rey no baila solo; tiene a su lado a una morena con ropa interior de encajes y lentejuelas, una morena que baila con él, con el rey, aunque no se toquen, aunque no se miren... William no puede decidirse y la vida decidirá por él... Su empleado aprovechará sus largas ausencias, aprovechará que él no tiene nada más en qué pensar que en el dinero que muy pronto será suyo; William tratará el dinero como una mina infinita y a las mujeres como “hembras” que nunca se aburren, que nunca se cansan... El hombre de clase media que se hace millonario, pero extraña las noches en el Honka-Monka, extraña las tardes sentado en la hamaca mientras observa el mico trepado en el árbol comiendo nísperos...

Pero El rey del Honka-Monka también es el título del libro de cuentos de Tomás González (Medellín, 1950); publicados por primera vez en 1993, Norma los reeditó en el 2003. Los cuentos de González hablan de una época: los finales de los setenta, hablan de hombres que desviaron su rumbo y se perdieron en verdores, en selvas profundas, en mares tormentosos o en ciudades que no les permiten regresar a su lugar de origen, a la raíz de los recuerdos. Los hombres de González caminan sin dientes, cubiertos de mugre, desconocen los ojos familiares, abjuran del dolor normalizado, abjuran de la violencia que arranca lo conocido, se sientan sobre la acera de una ciudad sureña de Estados Unidos y se desdibujan entre tizas de colores, donde desaparece el rastro de Dios y de los mismos hombres: “Adán, en paz, se deshace”... Los hombres de González intentan controlar el más mínimo detalle, producir en abundancia, aprovechar las oportunidades, pero su frágil humanismo hace que el camino se tuerza, que pronuncien una palabra que los condene, que dibujen una caricia en el aire, que la casa se venga abajo, entonces, los hombres pierden su “impulso colonizador”, ya no hay rejas, llega la inercia, la paz, los hombres silban mientras caminan por la playa, mientras descansan en la oscuridad quieta del mar...