martes, 21 de julio de 2009

La elegida:

No he leído nada de Philip Roth; esta película está basada en una de sus novelas y su directora es española: Isabel Coixet. La bella Penélope Cruz aparece en la pantalla al lado de un hombre que ya pasa los sesenta. El hombre es un profesor de literatura que en su primera clase habla de Barthes y explica cómo la obra literaria es diferente cada vez que la leemos... Este hombre que habla en televisión y en radio sobre arte y literatura, que se ha separado porque piensa que el matrimonio es un yugo indigno para el ser humano, que da fiestas en su apartamento al final de cada semestre para elegir a su estudiante-amante de turno, escoge a esta mujer cubana, Consuela.

El hombre ama o cree amar su independencia, su soledad; este hombre conquista con su “sapiencia”, con su “cultura”. El hombre enseña; Consuela aprende. El hombre siente celos, el hombre tiene miedo. Consuela ama...

Hay una mujer que cruza los cincuenta; una mujer que también escuchó sobre Barthes en una clase universitaria, una mujer que también fue a la fiesta del profesor, una mujer que lo visita cada cierto tiempo para tener sexo y marcharse de nuevo; una mujer que nunca quiso encontrar un esposo y que ahora siente que los hombres la empiezan a mirar de una manera distinta...

¿Hay algún precio que se deba pagar por la independencia, por la libertad?, ¿hay algún sacrificio que se deba hacer en nombre del amor?

Por momentos esta película parece fría, algo postiza, muchos lugares interesantes, inteligentes, educados. Intento saber por qué: a veces los intelectuales parecen fríos, postizos, a veces sus palabras suenan frías, postizas, a veces los lugares a los que van son fríos, postizos (pero el vino delicioso y la comida una fiesta)... Consuela quiere que el hombre la acompañe el día de su graduación, pero el hombre tiene miedo, o tal vez solo es egoísta, o tal vez tiene que preparar un ensayo sobre la última novela del autor que la próxima semana invitarán al programa de televisión...¿Quién estará allí cuando nos sintamos solos?, ¿quién nos acompañará cuando tengamos que ir al hospital?, ¿cuántas veces pediremos que no sea nadie?, ¿cuántas veces pediremos que haya alguien allí apretando nuestra mano?

“Se va el tren...”


Es un sábado a las 8:30 de la mañana. La estación está casi en ruinas; han acondicionado un salón en el que se puede esperar el tren y tomarse un café, también ir al baño; el hall está en remodelación, pero hoy parece una sala de conferencias porque todos los jubilados celebran el día de la virgen del Carmen; un anciano le señala a su nieto el lugar donde trabajaba y lo que hacía allí. El dedo señala un cuarto en ruinas en la parte trasera de la estación y unos ojos lo miran incrédulo. Vamos hacia allá; hay dos máquinas abandonadas; la maleza crece alrededor de ellas y las latas, los hierros, se pudren poco a poco... Armando pone su cámara para que dispare fotos en color sepia; la de César lo hace en los colores del presente. Para mí la nostalgia es la misma. Subimos a los trenes, vemos lo que debió ser la cocina, los camarotes, el pasillo... Escuchamos aquel sonido que reconocemos de inmediato; vemos el humo que se mezcla con el color gris que tiene hoy el cielo. Ahí están los hombres que alimentan la máquina con carbón, el engranaje que empieza su recorrido y, por si fuera poco, una trompeta que trae sonidos de jazz para el oído de César... Juan Felipe escucha lo que para él debe ser un estruendo, el sonido más fuerte que ha escuchado en su vida; luego nos mira a nosotros buscando confianza y la encuentra... No se sorprende, no llora, no quiere correr; sus ojos siguen los movimientos del tren... Allí están las dos máquinas, el turistren: el motor diesel y la máquina de vapor; también otros armatostes que no sé que son... (Ni idea por qué salió en verso)...

Después de una hora de espera, el tren por fin llama a abordar; estamos emocionados y contentos. El cuadro se completa con la papayera que despide a los pasajeros...

Siempre he querido viajar en tren. Desde hace diez años, cuando llegué a esta ciudad, había querido hacer este paseo. Algo siempre se presentaba como óbice, algo siempre lo postergaba. La amistad ha hecho de esta espera una certidumbre, la amistad lo hizo posible...

No sé qué es lo que vemos cuando miramos el tren pasar. No sé qué sucede cuando suena el timbre y los carros se paran para dejar cruzar el tren. No sé qué pasa cuando escuchamos ese pito a lo lejos... Por donde pasamos siempre encontramos miradas de asombro, de alegría, de nostalgia, siempre encontramos una mano que dice adiós, con la nostalgia y la esperanza del que ve partir... “Se va el tren...” y aunque no se va tan lejos (sólo hasta Zipaquirá), su sonido, su presencia que se resiste a desaparecer, nos recuerda algo que tal vez nunca tuvimos, pero que siempre esperamos; en tren viajaron mis papás, mis abuelos y bisabuelos, y me cuenta mi mamá que también yo cuando tenía dos años... Ese tren que imagino cuando veo una carrilera, es un tren del pasado, un tren que construyó, que deseó, que fue olvidado, aún no entiendo por qué, y que hoy se mantiene como una atracción turística acompañada del desayuno con tamal y chocolate...

Son las 4:00 de la tarde. Han volteado las sillas y la máquina de vapor está del otro lado; aún no entiendo bien cómo lo han hecho... Aquí vamos de nuevo...
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Fotos por Armando.

lunes, 6 de julio de 2009

Un "joven" escritor de cincuenta años:

Aquel día, a los 54 años de edad, me dije:
“La fama, que ya no logré, ya no la quiero”.
mejor quedarme quieto aquí, pensé,
en el centro del jardín,
atento a las mirlas y los azulejos
que llegan a comerse las flores de feijoa.
Atento y quieto aquí, entre los helechos
y acantos, a los colibríes que zumban en los sauces
y arbolocos. Atento al crecimiento del roble
que sembró Pablo al pie de la caseta.
Mirando los azahares del naranjo.
Alucinado con moderación, como los gatos,
y a cada instante, y siempre,
alejado por completo de mí y de mi nombre.

Y que el pasado se desprenda, entonces,
como las naranjas,
y como ellas se pudra en la tierra
y se destroce.
(“Contemplación de la amargura en Chía, 2004”.
Manglares, 2006).

Tomás González nace en 1950, en Medellín. Su trayectoria literaria comienza en 1983, cuando publica su primera novela (Primero estaba el mar. Los Papeles del Goce, 1983) en Bogotá, en una edición patrocinada por El Goce Pagano, un sitio ya tradicional en la ciudad, especializado en la rumba y en la música salsa; el lugar donde Tomás trabajaba por esa época, después de retirarse de la facultad de Filosofía de la Universidad Nacional. A esa novela le sigue otra: Para antes del olvido (1987), ganadora del quinto Premio de Novela Plaza y Janés; en 1995, la editorial de la Universidad Pontificia Bolivariana publica su libro de cuentos (El rey de Honka-Monka) y en 1997, su libro de poemas (Manglares); luego, viene el paso a una editorial reconocida en el campo literario nacional: Norma, que en el año 2000 decide empezar a publicar su obra. De Norma son las ediciones de las novelas La historia de Horacio (1997, 2000) y Los caballitos del diablo (2003), y la reedición de toda su obra (las últimas reediciones son del año 2006); actualmente, Tomás González prepara un libro de cuentos cortos y una novela (Regresa Abraham).

A partir de esta transición editorial, después de casi veinte años de la aparición de su primera novela, la obra y la figura de Tomás González comienzan a ser reconocidas en el campo literario colombiano. Epítetos como “joven escritor antioqueño” (Feria del Libro 2000), “escritor independiente” (revista Universidad de Antioquia 278, 2004), “escritor del silencio” (revista Arcadia 7, 2006), “escritor oculto” (revista Arcadia 7, 2006) o “el secreto mejor guardado de la literatura colombiana” (revista Arcadia 7, 2006) empiezan a aparecer en las revistas literarias y en los eventos de la Feria del Libro de Bogotá desde el año 2000. En Colombia, un escritor sólo se hace visible cuando una editorial de gran tiraje lo acoge y gracias a ello, su obra es conocida y leída; sin embargo, es recurrente que los críticos literarios y periodistas culturales señalen la falta de protagonismo de González como una de sus mayores cualidades (Piedepágina 8, 2006; El País (Cali), 21 de junio de 2008), como un “anonimato saludable” (Juan Diego Mejía en la revista digital www.rabodeají.com, 2001 ): “Contrario a lo que hoy sucede con otros escritores colombianos, [la obra de González] no está jalonada por una figura mediática” (Andrés Felipe Solano en la revista Arcadia 7, 2006). Ante estas circunstancias, Tomás González dice: “Entre más conozcan mis libros, mejor, sí, al ser escritor es importante darse a conocer” (“De pocas y buenas palabras”. Entrevista de Paulo González, 21 de octubre de 2008. En http://www.puntolatino.ch/literatura_entrevistas/lit_gonzalez_tomas08/); “como no vivo de eso [de la publicación de sus libros] la fama sí me interesa pero muy poco, entonces puedo siempre esperar lo que sea necesario y hasta más” (“La manigua bajo los postes de luz: entrevista con Tomás González”. Revista Piedepágina 8, 2006); “confieso que las entrevistas sí me aburren. Me parece que se vuelve un trabajo extra. Además, hay gente que hace preguntas que simplemente no tienen respuesta. Y ya bastante me cuesta seguir a un personaje desde que se levanta” (“El escritor oculto”. Revista Arcadia 7, 2006).

Tomás González se va de Colombia –con la esperanza de encontrar un lugar en donde pudiera escribir y trabajar al mismo tiempo– un mes antes de la publicación de Primero estaba el mar y vive alrededor de veinte de años en Estados Unidos (en Miami, Nueva Orleáns y Nueva York) con su esposa (también escritora) y su hijo. Vuelve al país en el año 2002 y se instala en Chía, lugar donde vive actualmente, en medio de sus plantas y sus animales, pero también, según un artículo del periódico El País de Cali (junio 21 de 2008), el lugar en donde acompaña a su esposa en medio de su enfermedad. El año 2008 fue un año que consolidó el reconocimiento de Tomás González en el campo literario colombiano: fue invitado al Hay Festival del año 2009 y la Embajada de Colombia en Alemania lo llevó a Berlín y a otras ciudades europeas a dar una serie de charlas y a hacer lecturas de su obra.

Por parte del escritor, es visible que las respuestas que da en sus entrevistas giran alrededor de un eje central: la relación entre su obra y la historia de su familia. Tomás González, sobrino del filósofo y también escritor Fernando González (de quien leyó su obra sólo a los treinta años porque no quería salir “marcado” con su figura), confiesa que todas las historias de sus libros están “inspiradas” en personajes familiares: sus hermanos, sus tíos. Primero estaba el mar narra la historia de la violenta muerte de su hermano Juan en Urabá, Para antes del olvido nace del encuentro de unos textos escritos por su tío Alfonso, su cuento “Verdor” nace de la “tragedia” que vivió un tío suyo después de la muerte de un hijo, La historia de Horacio es la historia de los últimos días de vida de su hipersensible tío Jorge y en Los caballitos del diablo describe la violenta muerte de su hermano Daniel en el Valle del Cauca.

Por eso digo hoy: ¡cuánto no querría yo
tener también mis dioses tutelares,
para sacrificarles de vez en cuando algún conejo,
encenderles hogueras de humo espeso,
ponerles frutas, ofrecerles flores!
Pero no los tengo.
Para mí sólo hay estas nubes,
estas palomas que acaban de pasar,
estas plantas intrincadas, esta abigarrada vaciedad,
este lugar del que no se pueden señalar los bordes,
este fresno florecido,
esta abundancia inenarrable mecida por el tiempo,
y que, por ser maravillosa sin interrupción
y sin descanso y para siempre,
es monocorde cuando no logro mantenerme atento.
(“LXIX”. Manglares, 2006).