martes, 18 de enero de 2011

Cartografías literarias: Cali


Hablo de ella ahora como turista, ahora que he vivido lejos de ella, en esta ciudad que elegí como destino, el mismo tiempo que viví allá. Ahora sí, como un potpurrí, soy tan de allá como soy de acá o también: no soy de allá como tampoco soy de acá, y ya no tiene mayor importancia... Antes, la lengua se transformaba automáticamente, antes, los vos, los ve, los oís, los mirá, los pues, la chuspa, el “no me azarés”, salían de mi boca con sólo sentir la brisa, el sol, el calor, la salsa… Ahora, me subo al MIO y en el mismo lugar donde me bajaba del bus para llegar a mi casa, la casa inmensa pintada de azul, hay una estación que lleva el nombre del barrio donde me enamoré de unos ojos verdes, donde jugaba fútbol, donde bailaba Ace of Base, donde mi hermano perdió su diente y otras cosas mucho más importantes, donde una mujer de cincuenta quiso dejarme en ridículo a mis pocos doce años, ya no recuerdo por qué, donde los diablos pasaban cada diciembre bailando, cantando, tocando música y, claro, pidiendo plata, donde no se escuchaba vallenato ni reggaetón, sólo salsa, donde Héctor Lavoe, Willie Colón y Rubén Blades, donde Tihuanaco, donde mi papá y mi mamá pusieron todas sus esperanzas...

Mi itinerario personal sigue allí, mi mapa para no perderme en una ciudad que, aún no siendo ya mía, está en mí, en mis sensaciones y mis palabras. Allí está la Loma de la Cruz y las tantas tardes que fui allí sólo para sentir la brisa y para ver a San Antonio desde lo alto, sólo para encontrarme con mi amigo y hablar, hablar, hablar, escuchar, escuchar… Está San Antonio y la noche en que alguien me habló como nadie me había hablado, en que alguien me miró como nadie me había mirado… Está La Tertulia y las películas que vi, las imágenes que vi, las tardes pensando, caminando por la Avenida del Río hasta la Sexta, viviendo a Caicedo en cada paso, en cada pensamiento y, claro, queriendo morirme yo también tantas veces, antes de saber que la insensatez estaba en renunciar a encontrar mi verdad; Caicedo en esa foto en la que me parezco a él, con el pelo sin peinar y los dientes grandes… Está el centro y sus salas de cine que hoy sólo exhiben pornografía, pero que yo disfruté tanto los sábados, las calles del centro solas y la mujer que ya sabía que me iba a robar; yo sólo pensando en que se hacía tarde y ya no alcanzaría a ver a ese alguien que se me iba, que no se iba a despedir… Está la emoción de cruzar la plaza San Francisco, de vislumbrar la entrada de la librería Atenas, de perderme entre los corredores llenos –y ahora tan vacíos– de libros por horas y horas y salir con tesoros que devoraba sin entender tantas palabras, tantas cosas… Está La Merced y, de nuevo, el cine, las funciones que perseguía cada semana, la forma en que todo adquiría sentido después de cada película… Están el pan hawaiano, los poemas, los encuentros sin tiempo, el tiempo sólo para hablar, para contar tantas cosas… Y Schopenhauer, Nietzsche, Beauvoir, Ciorán, Borges, Sábato y Cortázar y Cortázar y Cortázar… Y el aguacero y mi ropa mojada, mis jeanes pegados, escurriendo agua, sin frío, sólo para escuchar, sin escándalo, en silencio, una palabra…

Soy yo ahora la lejana, soy yo ahora la que puedo soltar, dejar ir, soy yo la que ya no anhela volver, la que tiene tanto de ella, la que sabe cuánto me dio, cuánto me hizo crecer, vivir, amar, recorrer, conocer…

Volver a ella cada vez que se pueda, volver para escuchar a mi amigo, el tiempo que aún siga allí, para tomar con él un café o una cerveza, para comer una marranita o un cholao, un chontaduro, una manga, volver ya no para recordar ni añorar, sino para sentir lo que ella sigue siendo, lo que me sigue descubriendo –aún con sus calles abiertas como después de una explosión o un terremoto, aún con sus veintiún megaobras y todas al mismo tiempo–, para disfrutar la emoción de recorrer la vía Panorama: el valle infinito, el cielo que parece tan cercano, los cañadulzales –no recordar, por ahora, los huesos que buscan su nombre en medio del verde y del fuego–,para disfrutar su sol, su eterno sol, el calor que sigo buscando, la brisa de sus montañas, la forma en la que caminan sus mujeres y sus hombres, para ver en esa esquina del barrio Obrero a la vendedora de mango biche, al embolador, ponerse sus mejores galas y salir a la pista con sus zapatos blancos y su mejor tumbao, para comer sancocho de pescado y pescado y mariscos en todas sus formas, preparados por esas manos negras que tienen sabor desde la boca hasta la punta de los pies…
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Fotos por Paula.

2 comentarios:

Haceme un 14 dijo...

Qué bonito esto, por un momento me sentí en Cali.

EYEZID dijo...

Ibid e Idem, aunque espero conocer Atenas antes de que no quede mucho de ella... mucha nostalgia en estas letras...