domingo, 28 de agosto de 2011

Cartografías literarias: Santafé de Antioquia










Todos se van y me quedo sola en la ciudad; estoy en uno de mis lugares favoritos: la terminal de buses. Tengo todo el día aún y me decido por un lugar muy cercano: Santafé de Antioquia. La carretera es perfecta, la distancia es perfecta para que mi cabeza se pierda en repetir un nombre; yo la dejo, por ahora, y veo las montañas, la cordillera, los árboles. Nos perdemos en el larguísimo túnel y el calor empieza a aumentar. Ella, la que va a mi lado, me habla de lo mucho que extraña su pueblo, a su papá, su vida anterior, sus amigos; nos habla de todo lo bello que encontraremos y le creo.



La vida suele ser extraña y darnos de maneras extrañas lo que pedimos: no estoy sola; me encuentro caminando con dos desconocidos, entre las calles de un pueblo desconocido, fundado casi a mediados del siglo XVI. No tenemos mucho que compartir, no tenemos mucho de qué hablar; yo solo quiero pensar y recordar, sentir, pero, a veces, logro salir de mí y verlos a ellos: él, que pasa once meses al año mirando el mar y vigilando sus extraños movimientos; ella que pasa la mayor parte del año anhelando estar en otro lugar, anhelando ser otra.



Las iglesias están cerradas (nos dicen que hay siete tan sólo en el centro histórico; yo sólo alcanzo a ver cuatro), las calles son de piedra y las empiezo a sentir en mis zapatos. Alguien nos señala la casa en donde se grabó La casa de las dos palmas y me devuelvo a la niñez, al inicio de la adolescencia, me devuelvo a lo mucho que me hubiera gustado usar esos vestidos, enamorarme así, montar a caballo por entre esas montañas… En un museo, además, me encuentro con un mechón de Jorge Isaacs y con el mismo baño que vi en la hacienda El Paraíso; me he pasado los últimos tres días oyendo hablar del siglo XIX latinoamericano y nada mejor para cerrar estas palabras que la sensación de estar en medio de estas calles, nada mejor que atravesar el puente de Occidente, a pie, nada mejor que sentir el río Cauca pasando por debajo de mí, nada mejor que el vértigo, que oír las tablas crujir a cada paso.



Vuelvo al pueblo sola y camino el resto de la tarde, perdida entre los callejones, dando vueltas y pasando por las mismas casas. Veo una plaza más solitaria que las demás y allí me quedo sentada en una de las bancas, tan quieta a pesar de que todo adentro se mueve; alguien me pide dinero, otra persona más mi collar, luego me dejan en paz. A lo lejos, los abuelos del pueblo, encima de una tarima, entonan trovas, bailan, dicen por micrófonos que están en la mejor etapa de sus vidas… Quieta allí, perfectamente sentada, me recorro por dentro, paso mentalmente mis dedos por sobre unas páginas ya leídas y busco un nombre que al fin tiene existencia en esta vida mía.

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Fotos por Paula.

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