martes, 20 de septiembre de 2011

Mal de amores (A. Mastretta):




Criticada por muchos y querida por otros más; atacada por cierto sector “intelectual” y bien recibida por otro. A la mexicana Ángeles Mastretta la guardo cerca de mi corazón lector por Arráncame la vida (“con el último beso de amor/ay arráncala y toma, toma mi corazón/arráncame la vida y si acaso te hiere el dolor/ha de ser de no verme porque al fin tus ojos me los llevo yo”… Inevitable…), por presentarme a ese personaje femenino emocionado con su propia vida, entregado al sentir de su propia vida…



Aquí, Mastretta va hacia atrás. Si en Arráncame… (1986) nos presenta el despropósito de institucionalizar una revolución, en Mal de amores (1996) nos muestra el despropósito de la revolución misma. En ella está la historia de ese enorme país llamado México, desde mediados del siglo XIX hasta la mitad del siglo XX; en ella, se recorren las rutas de la hecatombe al ritmo de los trenes desvencijados, de las soldaderas con males desconocidos entre las piernas, de los niños con fusiles, de los brazos a medio arrancar de los hombros, de las piernas a medio desprender de las caderas… Desde Sonora y su bello y macabro desierto, pasando por esa enorme ciudad construida sobre agua llamada Ciudad de México, hasta Puebla, la ya mitológica Puebla para mí, la ciudad del mole, de los portales, de la cerámica de Talavera, de las iglesias, la ciudad-mundo de esta autora.



Aquí la historia de amor es la excusa para contar la historia de México, de su Revolución o tal vez no; aquí la historia de México y su Revolución es la excusa para contar una historia de amor o tal vez no. Ambas historias son inseparables porque en el ser humano todo es inseparable y quizás Mastretta lo sepa bien: ¿cómo separar el amor y la política?, ¿cómo separar el individuo y la historia (o, si quieren, Historia)?, ¿no han fracasado las revoluciones por tratar de hacer esas separaciones? Emilia y Daniel juntan sus vidas (y sus cuerpos cada vez que pueden, cada vez que quieren, pero siempre quieren, pero pocas pueden) y a través de ellas, en medio de ellas, tropezándose con ellas, buscándolas, aparece la historia, aparece la Revolución, pero, sobre todo, la guerra y su monstruosidad, la guerra y su voracidad. Emilia y Daniel juntan sus cuerpos, conocen sus cuerpos y se reconocen como individuos, como vidas que existen más allá de ellos mismos: Daniel y su creencia en la Revolución; Emilia y su amor por la medicina, por los misterios del cuerpo, las extrañas conexiones entre la enfermedad y los enrevesados laberintos del cerebro, de las emociones; él trata de no morir; ella trata de ayudar a vivir.



Aquí, al igual que en Arráncame…, al igual que Catalina, Emilia es muchas Emilia, es una mujer a quien le caben otras más en el cuerpo, en el cerebro. Su felicidad está en reconocerse como esas tantas mujeres y no luchar con ellas; su felicidad está en reconocer a ese hombre que le permita ser esas muchas. Emilia como sujeto indefinible, nunca como objeto clasificable; Emilia entregada a dos hombres que le otorgan parte de lo que desea de sí misma (nunca todo y ahí está otra gran parte de su fuerza). Abad Faciolince le recomienda a las mujeres que tengan dos maridos (o dos novios o dos amantes): “uno para el sustento y otro para el contento” y tal vez tenga razón. Aunque nuestra sociedad siga hablando de “infidelidad”, siga hablando de matrimonio, de monogamia, tal vez sería mejor aceptar que el corazón (el cerebro) anda siempre en busca de lo que le haga sentir algo nuevo o que parezca nuevo… El deseo muda como mudan las palabras sobre nosotros mismos y sobre los otros, como mudan las costumbres, como mudan los gustos… Emilia encuentra su deseo (no sé cómo sería una Emilia de la segunda mitad del siglo XX, no sé con cuánta frecuencia mudaría su deseo o si no lo haría) y se entrega a él sin cuestionarse más de lo necesario; Emilia encuentra su “paz” sin cuestionarse más de lo prudente…



Octavio Paz (sí, O. Paz) dice que cuando creemos estar enamorados de dos personas al tiempo sólo se trata de una transición de un amor a otro; una página en Internet dice que estar enamorado de dos personas al mismo tiempo es falta de madurez y otra más afirma que es posible, pero que en nuestra sociedad es difícil mantener relaciones así… En esta novela no se trata de un deseo que se cambia por otro, se trata de dos deseos que se mantienen por medio siglo y más allá (pero “como todo el mundo sabe, nuestra privadísima experiencia nunca es la de los demás”). Un lector llamará a esto “mitologías” (sí, también puedo citar a Barthes), otro más cursilería, otro romanticismo, otro simples ganas de vender.



Yo no sé (sí sé, pero esperaré un poco más para decirlo) si construir imágenes de grandeza para el ser humano sea una “mitología”, pero esas imágenes son las que quedan en mi mente, las que evoco cuando escribo esta entrada sobre la novela de Mastretta, las que agradezco por estos días cuando el sentido se va, cuando el amor se aleja, cuando hay solitariedad, cuando hay demasiado silencio, cuando miro mucho el rostro de los otros, pero no mis propios signos, cuando la mujer casi desnuda grita afuera, cuando la mugre de su pelo vuelve a recibir las gotas de la lluvia, cuando el hombre duerme en medio del separador de la avenida, cuando aparece la tan temida indiferencia…

1 comentario:

Zule dijo...

Paula: muy bonita nota, que sentidas esas palabras finales.