domingo, 22 de noviembre de 2009

Cartografías literarias: Ciudad de México (I)




Este es un sueño que comienza cuando tengo doce años; tal vez un programa sobre los Mayas, tal vez una telenovela (tal vez varias), tal vez El Chavo o Plaza Sésamo, tal vez una mujer con corsés de yeso, tal vez una o varias canciones de Caifanes, de Jaguares, de La Maldita Vecindad, de Fobia, de Café Tacuba, de Kinky o de Zoé, tal vez un cuento: “Coyote”, tal vez dos novelas: Materia dispuesta y El testigo. Tal vez todo esto… Siempre quise que mi primer viaje fuera de este país, fuera a otro país latinoamericano, no sé por qué (tal vez sí lo sepa); sé que quería que ese país fuera México y así ha sido…
Esta bitácora está llena de imágenes, de colores (sobre todo, de colores), de olores, de sonidos y de silencios, de viento…

Tomar un avión y dejar, alejarse, elevarse y llegar a otro lugar, siempre me ha parecido de las cosas más sorprendentes que ha creado el ser humano; quizás porque no he viajado muchas veces en avión, quizás porque esta era la primera vez que lo hacía por más de una hora… Aún pido la ventana, aún me estiro todo lo que pueda para ver lo que se va alejando poco a poco, para ver lo que va apareciendo, aún me sorprendo de ver los ríos, los pueblos, las ciudades, las montañas, el mar, el cielo por encima de las nubes, el otro mar… Avistamos Ciudad de México y la sobrevolamos por varios minutos antes de aterrizar; así de inmensa es, acompañada por una extensa capa blanquecina. El primer mito urbano se hace cierto… Nos dicen que nos arderán los ojos y la nariz, que hasta nos saldrá sangre los dos primeros días; nada de esto sucede. Sólo sentimos el olor a “El Muña” cuando salimos del aeropuerto, cuando atravesamos sus muchas avenidas y sus inmensas vallas publicitarias (inmensa será una palabra repetitiva en esta entrada), pero luego el olor se va o, simplemente, ya no lo percibimos.

Nos decían que la mayor parte de la cultura mexicana gira alrededor de la comida y es cierto; mi primer recuerdo de esta ciudad es un almuerzo que empezó a las tres de la tarde y terminó a las siete de la noche (era aún de día, pero es la costumbre…); en otro recuerdo, el desayuno empieza a las nueve y termina a las once (un domingo normal, en la Fonda Santa Catarina, en Coyoacán, el lugar de los coyotes); en otro, la comida empieza a las ocho y media y termina a las diez y media (un lunes normal, en el Café de Tacuba). Los encuentros giran alrededor de la comida (o tal vez sólo pasó porque era extranjera y querían y quería mostrarme las delicias mexicanas) y en realidad ésta parece siempre una ofrenda, un ritual; cada bocado pica, cada bocado se hace consciente en los labios y en la lengua, en los ojos y en la nariz. La mesa es colorida y siempre está llena, siempre hay suficiente pan, totopos y salsas, siempre más café o más aguas; el agua de horchata, de Jamaica o de naranja, siempre abundante, más que suficiente. La publicidad en las calles y en la radio habla de cuidarse, de tomar agua, de hacer ejercicio (también habla de la importancia de aceptar la igualdad de la mujer frente al hombre y aquí recuerdo las recomendaciones de los colombianos en el avión: no caminar sola si no quería escuchar frases indebidas, gestos indebidos); las imágenes muestran un hombre obeso comiéndose una torta gigante (de las que tanto le gustan al Chavo) y advirtiendo que comer en exceso puede provocar un ataque al corazón; la voz en la radio advierte sobre la diabetes… Hay frituras, pan dulce, tortillas de maíz, siempre, y también siempre hay cerveza, porque la cerveza es el único buen acompañante del chile y de una posible “enchilada”…
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Fotos por Paula

1 comentario:

Anónimo dijo...

No se sí lo del avión sea una cuestión de ADN, pero a mi también me encanta sentarme del lado de la ventana y maravillarme con todo lo que puedo ver cuando no hago parte de este planeta (...)
Explícame por favor lo de las aguas, qué es Jamaica y qué es horchata...
Cuéntame cómo te fue con el picante...
Ana María.