domingo, 22 de noviembre de 2009

Cartografías literarias: Ciudad de México (III)





Hay otros recuerdos, otras imágenes que no sé cómo traducir, que serán sólo balbuceos… Esta ciudad histórica, inmensa, hiperbólica, también me mostró algo de su lado “bizarro”. Después de tomar tequilas, margaritas y cerveza (la cerveza más rica que me he tomado está en México), me llevaron a un lugar en el que siempre había querido estar. A la una de la madrugada empezó el show: decenas de travestis, de drag Queens, salieron a ser, a actuar como sólo ellos-ellas pensaban que podían hacerlo. Allí estaban Yuri, Juan Gabriel, Rocío Dúrcal, divas de los cuarenta, bailarines con plumas y lentejuelas que daban lo mejor de sí, se daban a ellos mismos, en cada movimiento… Luego, seguía todo igual: los hombres bailaban con otros hombres o con otras mujeres, las mujeres bailaban con otras mujeres o con otros hombres; yo bailaba con dos hombres una canción de Gloria Trevi; luego nos sentábamos y tomábamos más tequila. Llegaban los hombres con botas texanas (norte de México), con sombrero norteño, pantalones vaqueros (vaqueros del norte de México), con camisa de manga larga, a encontrar una pareja, alguien con quien bailar, con quien hablar, aunque en las próximas noches volvieran a dormir solos. Nadie era extraño, nadie me miraba raro, nadie juzgaba; allí se encontraban todos los sexos, todas las edades, todos los cuerpos. Yo amanecí feliz y sin guayabo, sin una sola gota de resaca (el tequila es algo maravilloso), aunque no había dormido casi nada, aunque estaba más nerviosa que nunca y más asombrada que nunca; Juan Villoro nos esperaba para desayunar en uno de los barrios más bonitos de Ciudad de México: Coyoacán.

La plaza es pequeña y la iglesia también; al lado de la fonda está el teatro de Santa Catarina donde Villoro presenta una obra teatral: Muerte parcial. Las campanas de la iglesia empiezan a sonar y sus sonidos se cuelan entre las páginas de los libros que traje conmigo como tesoros… Mis pocas palabras y mi oído atento estuvieron allí comiendo huevos jarochos, pan dulce y café negro, escuchando las historias que sólo él puede contar, viendo las ardillas entre los árboles… En sus palabras estuvieron Fernando Vallejo y Bolaño, su padre Luis Villoro y otra imagen anhelada del desierto, Ulises Lima y el Cerdo, nombres de escritores y lecturas recomendadas por él, Alvarado Tenorio y hasta Medina Reyes… No hay silencios con Villoro; él aúna palabras como una ofrenda para sus invitados, nos escucha atentamente y siempre, siempre, tiene el comentario preciso, sin perder el hilo, termina sus historias… Me digo a mí misma que fue una fortuna ir acompañada por otros varios comensales, que mi silencio se siente menos o que, mejor, se ve como una cortesía con mis amigos y compañeros de viaje que sí cuentan, tejen, preguntan… Todos se toman fotos con él y yo por fin me animo a sacar mi cámara (la de César), espero que él no esté cansado, aunque sé que tiene afán, y me acerco y sonrío con los mismos nervios, con el mismo agradecimiento… Mi amigo tiene la “maravillosa” idea de pedirle una entrevista y él, claro, le dice que sí… Yo sigo escuchando… Juan Villoro se levanta, toma su bolsa y se despide; yo lo abrazo porque es lo único que me sale y que no necesita palabras… No sé qué más decir, no puedo decir más; lo otro se queda en mí…

1 comentario:

Anónimo dijo...

Te recomendó a Medina? Yo le perdí la fe después de conocerlo... Tal vez deba releerlo a ver si me vuelve a entusiasmar.
Me encanta que hayas disfrutado tanto este viaje... Los sueños cumplidos son los mejores recuerdos.
Ana María