domingo, 13 de febrero de 2011

Whatever Works:



Si la cosa funciona, como fue traducida, esta película (2009) de Woody Allen, es también el principio que resume la vida de Boris, su protagonista. De su ciclo inglés, me quedo, definitivamente, con la perfecta Match Point; de su regreso a New York, resalto esta comedia que deja por fuera cualquier signo de patetismo, tan presente en Will Meet a Tall Dark Stranger (Conocerás al hombre de tu vida) y que ahora comprendo que es lo que me dejó con esa sensación de hartazgo y escepticismo que me parece tan extraña en la filmografía de Allen.

Allen escoge a un actor que lo representa a sí mismo (un poco más alto y con un rostro menos angustiado que el suyo), con ese aire del Desconstruyendo a Harry que tanto disfruté. Boris es un misántropo, un físico cuántico que se considera a sí mismo como un genio o, en secreto, sólo como un hombre que puede ver un poco más allá de lo que lo hace –o decide hacerlo– la mayoría; hipocondríaco y un poco suicida, parece –sólo parece– espantar todo lo bello o feliz que pueda acercársele, hasta que llega alguien: una muchacha de menos de veinte años para quien él se convierte en una especie de Dios, alguien que la hace sentir menos tonta de lo que cree y le han hecho creer que es. No, no es una película en la que el hombre mayor se rejuvenece, gracias al amor (y las dotes sexuales) de una hermosa, alegre y espontánea joven; nada de eso (ninguna escena de sexo, pues es el pulcro y tímido Allen), tampoco nada del viejo verde que –para alegría de la esposa abandonada– es traicionado por la jovencita. Nada de lloriqueos, nada de víctimas; la lucidez, la amplia comprensión que posee Boris del género humano no lo deja lloriquear ni lanzar suspiros ni pedir palmaditas… A pesar de él mismo, a pesar de su inherente insatisfacción a causa de la torpeza humana, Boris es un vividor, en el mejor sentido que puede tener esta palabra. La vida va hacia delante, todo fin es sólo una manera, entre otras, de ver las situaciones. El principio de incertidumbre que rige todo lo humano permite que nada esté bajo control absoluto, que nada se pueda echar para atrás, que nada vuelva a su forma “original”.

Mississippi y New York como dos formas de entender lo estadounidense; una familia que llega del sur y se encuentra con otras maneras de hacer, de ser, con posibilidades de alejarse de lo que se supone que deben ser, que deben hacer: crecer, casarse con alguien del sexo opuesto, ser felices de una vez y para siempre, tener hijos bellos y buenos. New York parece transformar a las niñas lindas en mujercitas con ideas más propias que aprendidas, a las perfectas casadas en mujeres dueñas de su cuerpo y de sus ojos, a los integrantes de la Sociedad del Rifle en hombres amantes, resplandecientes…

Estamos en una comedia, en una película que habla de sí misma, que le habla al espectador sin dramatismos, sin señales de un patetismo del que procuro siempre huir. Me gusta la imagen de la chica sureña tratando de decir su verdad, así no suene inteligente ni estética, me gusta la imagen de la mujer “madura” que puede asumir sin recriminaciones ni miedos aquello que sólo dormía en sí misma, me gusta la imagen de Boris saltando por la ventana para seguirse diciendo que es responsable de sus acciones y de sus nuevos comienzos, de lo que decidamos recibir, dar, sentir y pensar…

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