Hace
tres años, mientras me bajaba del avión, mientras reclamaba mi equipaje, los
“debo volver” se repetían como un golpeteo que impedía la llegada de un
sentimiento parecido a la nostalgia.
Al
aterrizar, el olor es el mismo de hace tres años. Son las 5:00 a.m. de un día
que empezó hace 22 horas y yo sólo quiero dormir. Tomo el taxi y el D.F. no
parece la megalópolis que es. El conductor me habla de la celebración del Día
de los Muertos y de las carnitas de puerco que no me puedo perder, cuando esté
en Aguascalientes. Son las 5:30 a.m. y me quedan en la cabeza las canciones de
Roberto Carlos que escuché durante el recorrido de veinte minutos...
Sé
que no he dormido lo suficiente, pero sé también que el D.F. lleva despierto
muchas horas. Caminamos hacia el metro y minutos después estamos en el centro
de la ciudad. Veo hombres y mujeres mayores bailando salsa en medio de un
parque; me gusta, porque no parece el ejercicio de personas de la “tercera
edad”, sino el ritual de quienes llevan muchos años haciendo lo mismo.
Lo
digo con todo el amor y la alegría del mundo: volví a México por esto:
Juan
consiguió el helado de vainilla y me dejó en la puerta de Sanborn’s de Madero.
Ahí me sentía yo protegida porque las paredes son de talavera. Manías de uno...
Me
quedé un rato en la puerta de Sanborn’s. Recargada contra la pared como una
piruja...
Crucé
la calle para ir a Bellas Artes. Me gustaba ese edificio que parecía pastel de
primera comunión. Entré. Las puertas del teatro estaban cerradas, pero subí a
buscar de dónde salía una música como queja larga y repetida...
Es
Ángeles Mastretta y es Arráncame la vida... Almorzamos en ese Sanborn’s, nos
sirven en vajilla de talavera, saboreo las enchiladas más ricas que ha probado mi
boca y mi helado es de chocolate. Cruzamos la calle y llegamos al Palacio de
Bellas Artes. Subimos las escaleras, pero no es música lo que nos llega, sino
los murales de Alfaro Siqueiros, Tamayo y Rivera.
Llegamos
al Monumento a la Revolución; yo me quedo mirando los niños que juegan entre
los chorros de agua y a las quinceañeras que llegan con sus familias y su
“corte” de amigos para hacerse allí un estudio fotográfico, ataviadas con
vestidos que también parecen pasteles.
Los
muertos empiezan a tomarse las calles; van en bicicleta, en automóviles y a
pie. Todos caminamos hacia el Zócalo o desde el Zócalo; las personas hacen suya
una ciudad que no hace monumentos para próceres, para nombres, para
singularidades, sino, sobre todo, para un pueblo.
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