El
autobús sale a tiempo; el recorrido es tranquilo y la carretera no tiene ni un
solo bache... Llego a Puebla sobre el medio día y mi recorrido me lleva a la
pirámide-montaña de Cholula. Aprendo a no subir los escalones de frente, sino de lado y,
cuando estoy arriba, la música de unos tambores resuena en todo el valle que
alcanzan a ver mis ojos. Alguien me indica cómo llegar a la iglesia de
Tonantzintla y, casualmente, entro cuando comienza la misa. Mis ojos no dejan
de mirar las paredes y el techo de la iglesia, el asombroso barroco indígena;
no dejo de pensar en el parecido de esas piezas con el de los objetos de arte
que vi en el museo de Arte Colonial en Bogotá, provenientes de una iglesia en
Boyacá... El sacerdote ofrece el ritual por las almas de algunos difuntos (hoy,
los que han muerto violentamente); cuando salgo, miro hacia mis pies y veo que
estoy pisando un terreno que pertenece a los muertos, a algunos muertos...
Vuelvo
a Puebla y el volcán, el Popocatépetl, se ve a lo lejos... Busco, ansiosamente,
los portales en el centro de la ciudad, de nuevo, por Mastretta:
Lo
conocí en un café de los portales. En qué otra parte iba a ser si en Puebla
todo pasaba en los portales: desde los noviazgos hasta los asesinatos, como si
no hubiera otro lugar...
Camino
entre mucha gente; recorro los portales y veo su tantísimos cafés; veo a otros
hombres y mujeres mayores bailar danzón y no hay mejor música para acompañar
aquello en lo que pienso en este momento. Camino por los alrededores de esos
portales y busco un café, yo también, para descansar.
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