La
música de fondo siempre es banda: en los autobuses, en las tiendas, en los
camiones...
Viajo
en un autobús con baños separados para hombres y mujeres; con dispensador de
café, té, agua y aromáticas; con sillas cómodas; con un refrigerio; con
audífonos y canales musicales; con un control que me permite silenciar la
película que no quiero escuchar –ni ver–...
Llego a Aguascalientes al amanecer
y camino por las calles del centro hasta dar, por fin, con el hostal.
Aguascalientes es el tequila, los mariachis, la cerveza y la muerte. Confío en
un país que tiene un Museo Nacional de la Muerte, confío en un país que convive
con la muerte y la hace, en verdad, parte de la vida.
Quiero
una muerte mexicana; quiero que cuando muera, quede alguien que cada año quiera
hacer un altar para mí, con una foto en donde esté sonriendo, con velas
blancas, con flores amarillas, con agua, con lo que más me gusta comer, con una
oración para mi alma, para mi recuerdo...
Cada
viaje parece ser una muerte, el fin de un ciclo y el comienzo de otro; cada
muerte es un renacimiento. Muere algo de nosotros que necesita darle espacio a
algo nuevo; muere un sentimiento o un deseo; nace un aprendizaje, un
descubrimiento; abandonamos personas y nos abandonan a nosotros; decimos “adiós”
y “hola”, con más facilidad que antes; escucho “Cenizas” y esta vez no lloro;
mi cuerpo recuerda, pero no añora, mi cuerpo como una marea...
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