Me niego a recorrer la ciudad en los buses de dos pisos, nos negamos a pagar los tres dólares que nos permitirían ver lo que ya no está después del 11 de septiembre de 2001. Aceptamos pagar una cantidad algo exorbitante para nosotros –a pesar de que son los boletos más baratos en el medio– para ver una obra en Broadway y lo que encontramos es una película de Disney adaptada para teatro; dos horas de canciones, música, el clásico humor “green-go”, efectos sonoros y visuales y, no hay que negarlo, excelentes actuaciones, según el formato de los musicales y, en general, de toda la industria del entretenimiento estadounidense.
En esta
ciudad en donde nada es gratis, nos sorprende encontrar un ferry que nos lleva
sin tener que pagar nada a otra isla: Staten Island. La Estatua de la Libertad
se ve no muy lejos y mucho menos magnificada que en las películas y en la
televisión. El sol cae y yo pienso en las caras de los inmigrantes que llegaron
aquí a principios de siglo XX para quienes esa estatua era su esperanza, su
faro…
A
diferencia de la mayoría de jóvenes asiáticos y europeos que vemos en las
calles, no llevamos teléfonos “inteligentes” con GPS, sino un mapa que hemos
encontrado en el hostal y otro en el metro; la falta de esa brújula digital nos
trae bellas sorpresas como encontrarnos con un parque, cerca del Chelsea Market,
construido en las antiguas y altas vías del tren, tomadas por la “maleza” y las
flores salvajes; con un bar insignia del movimiento gay en Estados Unidos y con
una protesta contra el racismo en pleno Times Square.
No subo al
Empire State; me quedo esperando a H. en un café cercano. La música suave, como
la de tantos capítulos de Ally McBeal me hace sentir nostalgia no sé de qué…
Veo una familia de alemanes, otra de colombianos, otra de asiáticos y un hombre
cuyo color de piel me recuerda a alguien. Tomo despacio mi jugo de naranja
artificial mientras H. llega… En la noche, vamos a un bar que tiene un gran
piano blanco de cola en el centro en el que los clientes improvisan sus
canciones favoritas; en el sótano, nos aguarda una discoteca. Un mexicano nos
habla de la libertad que siente viviendo en Nueva York, aunque tenga que
trabajar casi el triple de lo que trabaja un estadounidense para terminar
ganándose un poco más de la mitad de lo que gana él… Me entretengo mirando a un
hombre negro enorme y musculoso en tacones altísimos bailando con su pareja, me
demoro tomándome una cerveza suave que baja por la garganta como gaseosa. Bailo
y bailo hasta que, como la cenicienta, es hora de salir corriendo e ir al
hostal para descansar y seguir caminando mañana.
Nueva York
sin el Bronx, sin Harlem, sin Queens; sólo con la parte central y el sur de
Manhattan, sólo con una orilla de Brooklyn… En el metro hacia el aeropuerto,
los rostros van cambiando, las ropas van cambiando. A medida que salimos de Manhattan,
las pieles se vuelven más oscuras, las ropas dejan de ser de centro comercial o
de rebajas en las grandes tiendas. Los rostros se van quedando dormidos sobre
el pecho o sobre una ventana. Escucho una pareja hablar en español y son ellos
quienes nos avisan que debemos bajarnos y tomar otro tren.
En el
avión hacia Nueva Orleans pienso en la galleta de la fortuna, en las
tentaciones que confundimos con oportunidades… Me despido de alguien con quien no
pensaba encontrarme y el encuentro se traduce en una nueva lectura del pasado
cercano. Hay personas a quienes nos enganchamos para seguir repitiendo nuestros
libretos mentales; hay personas quienes nos ayudan a liberarnos de ellos. El
encuentro me devuelve una imagen de mí misma que quizás me he resistido a ver,
a aceptar. ¿Tentación u oportunidad? Lo último que veo de Nueva York es la mala
cara de la auxiliar de vuelo en tierra…
1 comentario:
qué lugar mas hermoso.. es la ciudad de los sueños, asi dicen no?
saque unos vuelos a Miami voy a estar re cerca de NY, una lastima que no pueda ir de visita al menos unos dias. será la próxima
Publicar un comentario